lunes, 1 de mayo de 2023

¡Estás despedida!

Alicia ya lo tenía decido. Dejaría el trabajo. Estaba harta. Harta de las absurdas tareas que tenía encomendadas, harta del miserable sueldo que recibía, harta de sus envidiosas compañeras de trabajo, y sobre todo, harta de su asqueroso jefe, un viejo verde que la miraba con ojos lascivos, sin ningún tipo de pudor ni vergüenza y que en varias ocasiones había intentado propasarse con ella. Le puso en su sitio un día que se pasó de la raya, y agarrándole las pelotas con rabia y con fuerza, se las retorció, causándole un tremendo dolor hasta que consiguió hacerle hincarse de rodillas en el suelo y pedirle perdón.

―¡Asqueroso! ―Le gritó―. ¡Viejo verde! No vuelvas a acercarte a mí.

Desde entonces, hacía ya casi un año, nunca más volvió a molestarla, pero se le seguía revolviendo el estómago cada vez que veía su desagradable careto, y mucho más aún cuando comprobaba que ahora intentaba propasarse con alguna de sus compañeras más tímidas y menos decididas que ella.

Ya no estaba a gusto en la empresa. Nada la estimulaba para levantarse con ganas cada mañana y tirar para delante. Ni el sueldo, ni el ambiente de trabajo, ni por supuesto el asqueroso jefe. Tampoco el atasco de casi dos horas que tenía que sufrir cada mañana para llegar a la oficina, ni el inhumano horario que tenía impuesto. ¡Nada! Todo era un desastre. Necesitaba un cambio. Y lo necesitaba pronto.

Lo único que a veces lograba hacerla sonreír y perderse en sus ensoñaciones era el gerente y consejero delegado de la empresa. A sus escasos treinta y tres años, había heredado no sólo la propiedad del negocio, sino también la responsabilidad de su gestión. Tras la repentina muerte de su padre, se vio obligado a asumir el mando de la nave y con la escasa experiencia que tenía en el mundo de los negocios, aún carecía de los vicios que la mayoría de los grandes empresarios mucho más resabiados tenía. Era justo y bueno y trataba a la gente con respeto y cortesía, sin duda debido a la gran calidad de la educación que él mismo habría recibido durante su niñez.

Pero lo que más embelesaba y cautivaba a Alicia era lo bueno que estaba. El cuerpo de aquel niño recién convertido en hombre estaba hecho para pecar. Alto, fuerte y corpulento, de anchos hombros, con un trasero que daban ganas de pellizcar cada vez que coincidían en el ascensor y guapo a rabiar, era la comidilla de todas las mujeres de la empresa. Tenía el pelo un poquito largo, sólo lo justo, siempre impecable, brillante y limpio, y unos ojos que derretían a cualquier fémina que osara sostenerle la mirada durante más de cinco segundos. Se notaba que se cuidaba y hacía deporte porque la fina tela de los carísimos trajes que usaba dejaba adivinar unas piernas fuertes y torneadas, brazos macizos y un vientre completamente plano sin un solo atisbo de grasa en ningún sitio. Alicia imaginaba, y no se equivocaba, que aquel vientre y estómago estarían llenos de definidas tabletas abdominales. Era justo todo lo contrario que su jefe directo.

Habían coincidido incontables ocasiones en el aparcamiento de la empresa, en el ascensor y en las zonas comunes del edificio, pero la relación siempre se había mantenido en la más estricta cordialidad, intercambiando sencillamente educados saludos o como mucho, alguna conversación banal acerca del tiempo o cualquier otra nadería. Pero Alicia sabía que era completamente inalcanzable para ella. Estaba fuera de su órbita y por eso tampoco se hacía ilusiones por acercarse a él de ninguna forma como sí hacían todas sus estúpidas compañeras de trabajo. Alguna soñaba incluso con cazarlo y llevarlo al altar, más por dar un buen braguetazo y resolverse la vida que por otra cosa. Pero ella tenía los pies en el suelo y se conformaba con alegrarse la vista cada vez que lo veía y punto. A nadie le amarga un dulce y para ella, cruzarse con él por cualquier parte del edificio era simplemente un deleite para sus ojos y nada más. Las aspiraciones de su vida eran otras y estaban bien lejos de todo lo que tuviera que ver con la empresa, de la quería salir cuanto antes.

Y ya tenía la decisión tomada. Esa misma semana se despediría. El viernes coincidía con el último día del mes. Le entregarían su nómina y el sobre con el efectivo correspondiente a las horas extras, y cuando se lo dieran, abandonaría su trabajo en la empresa. Ese mismo viernes, tras haber liquidado también su última mensualidad del alquiler a su antipática casera, al salir de la oficina, cogería su viejo y destartalado coche, que ya contendría sus maletas en la parte trasera, y pondría rumbo al sur, a buscar el sol, un clima mucho más benigno y nuevas oportunidades de trabajo y de ocio. Necesitaba cambiar de escenario, de actividad, de amigos, de vida en definitiva.

La semana pasó más lenta e insufrible que nunca. Hacia el miércoles estaba ya de los nervios y no veía la hora de marcharse. Incluso estuvo a punto de renunciar a su sobre por no tener que esperar al viernes, aunque al final lo pensó mejor y decidió que aquel dinero era suyo y que por dos día más, aguantaría lo que fuera, incluso el vacío y las malas caras de sus compañeras a las que tanto odiaba. Pero el viernes por fin llegó y Alicia se levantó con un optimismo renovado. Tras su desayuno y su ducha matutina, se vistió de forma mucho más jovial e informal que de costumbre, cargó el coche con sus escasas pertenencias y se dirigió contenta y risueña hacia su último día de trabajo en la oficina.

Su tremendo sentido de la responsabilidad no le impidió realizar sus tareas con la máxima diligencia y eficiencia. Quizá otros, sabiendo que el lunes no regresarían, habrían dejado cosas sin hacer o pendientes para que las resolvieran otras personas, pero ella no era así, y mientras estuviera en la empresa no dejaría de realizar sus obligaciones y además, hacerlas bien. Tenía demasiada conciencia. Por eso se le pasó la mañana volando y cuando quiso darse cuenta, era casi la hora de marcharse. Faltando ya escasos minutos para la hora de cierre, recogió su mesa y sus pocas pertenencias, revisó el ordenador y guardó en la nube las cosas personales que no tenían nada que ver con su trabajo. Luego las borró del disco duro y se dispuso a marcharse. Ni siquiera tenía pensado despedirse de nadie. Sus compañeras no lo merecían, y por supuesto, su jefe aún menos. Lo sentía por ellos pero el lunes tendrían que apañarse sin ella. Cuando ya se encaminaba hacia la salida con su nómina, su sobre y sus cosas personales, le entró un último remordimiento de conciencia y decidió que Alberto, el gerente y dueño de la empresa no se merecía una despedida tan fría y traicionera, aunque sólo fuera por el respeto y la educación con la que siempre la había tratado. Cambió de idea y se dirigió hacia su despacho, sabiendo que por lo general se quedaba muchas horas allí después de terminado el horario laboral. Le daría las gracias por los años de trabajo que la empresa le había proporcionado y le comunicaría su decisión de dejar el puesto.

Golpeó suavemente la puerta dos veces con sus nudillos y esperó respuesta. Cuando la obtuvo, abrió despacio la puerta y, metiendo solamente la cabeza, pidió permiso para entrar.

―Buenas tardes, Don Alberto ―saludó con timidez―. Siento molestarle si está ocupado. ¿Me concede sólo un minuto?
―¡Pasa Alicia! ―respondió Alberto desde el otro lado de su lujoso y modernista escritorio―. ¡Y por favor, llámame Alberto! Ese “don” me hace parecer viejo y aún somos jóvenes los dos.

Alicia se quedó perpleja. No sólo el hecho de solicitar prescindir de los formalismos era completamente nuevo para ella. No era lo normal. Pero es que además, el condenado guaperas se había dirigido a ella por su nombre. ¡Recordaba su nombre! Eso sí era extraño en una empresa con más de doscientas mujeres en nómina y en un jefe que por lo general no tenía trato directo con los empleados y raramente salía de su despacho.

―Gracias ―respondió Alicia adentrándose en la habitación.
―Siéntate ―le indicó Alberto señalando una de las dos sillas de diseño que se encontraban frente a su mesa.

Alicia se sentó erguida casi en el borde de la silla, con las rodillas juntas y sus manos algo nerviosas sobre el regazo.

―Tú dirás ―dijo Alberto―. ¿En qué puedo ayudarte?

¿Un jefe ayudando a una empleada? Alicia cada vez estaba más atónita. Por un momento comenzó a replantearse su decisión de abandonar aquella empresa sabiendo que su máximo dirigente era tan educado, respetuoso y sobre todo ¡guapo! Pero no. La decisión estaba tomada y ya no había marcha atrás.

―Verá, Don Alberto… ―comenzó a explicar  Alicia.
―¡Espera! ―interrumpió él señalándola con el dedo―. Si vuelves a llamarme Don Alberto te despido.
―Perdón ―se disculpó ella―. Bueno, verá… ¡perdón, perdón! Quise decir “verás”. Es que precisamente a eso he venido a verle… ¡a verte!

Alberto se quedó un poco descolocado y arqueó una de sus preciosas cejas castañas.

―¿Nos abandonas? ―preguntó.
―Lamentablemente sí ―comunicó Alicia―. He tomado algunas decisiones recientemente en mi vida, y una de ellas es abandonar este trabajo. Me voy de la ciudad y voy a probar suerte en el sur, pero no quería marcharme sin comunicárselo a usted y sin darle las gracias por todos estos años de empleo y sueldo. Salgo ahora mismo de viaje y sólo quería que supiera que el lunes no acudiré a mi puesto de trabajo. La empresa no me debe nada y creo que yo a ella tampoco. Sólo espero que puedan encontrar sustituta para mi puesto pronto.

Alberto se quedó pensativo unos segundos sin dejar de observar a Alicia y luego continuó hablando.

―Está bien ―dijo―. Por lo que veo es una decisión firme y dudo que pueda hacerte cambiar de idea. Sólo espero que la decisión no haya sido provocada porque te sientas mal en la empresa con tus compañeras de trabajo o con alguno de tus superiores.
―¡No, no! ―mintió Alicia―. Es una decisión completamente personal.
―De acuerdo ―continuó él―. Si quieres que te firme alguna carta de recomendación o alguna otra cosa, estaré encantado de facilitarte en todo lo que pueda tu búsqueda de un nuevo empleo allá donde vayas. Tengo buenas referencias tuyas del tiempo que has pasado con nosotros y es lo menos que puedo hacer por ti.
―No es necesario ―respondió Alicia―. Pero se lo agradezco enormemente. Es todo un detalle por su parte.
―Bueno ―continuó Alberto poniéndose de pie y ofreciendo su mano a Alicia para que la estrechase a modo de finalización de su relación comercial―. Espero que encuentres trabajo pronto y que te vaya muy bien en tu nueva vida en el sur. Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en hacérmelo saber.

Alicia no dudó en aceptar esa mano y, poniéndose de pie ella también, alargó su brazo y se la estrechó como quien acaba de llegar a un acuerdo o cerrar un trato.

―Muchas gracias ―contestó ella―. Ha sido un placer trabajar para usted.
―¡Estás despedida! ―casi gritó él para sorpresa de Alicia―. Por tratarme de usted otra vez.

Los dos rompieron a reír y Alicia se giró sobre sí misma para dirigirse a la puerta y comenzar desde ese mismo momento su nueva vida. Se alegró infinitamente de haber tomado la decisión de comunicarle a Alberto su despedida y se dispuso a marcharse con la conciencia muy tranquila por saber que había hecho lo correcto. Cuando llegó a la salida del despacho, y ya con el pomo en su mano y la puerta medio abierta, algo pasó por su cabeza y le obligó a volver a cerrarla. De nuevo se dio la vuelta, encaminándose otra vez hacia el escritorio de Alberto, y al llegar hasta donde estaba, en lugar de situarse frente a él como antes, rodeó directamente el mueble y se colocó frente a frente con su jefe, que aún estaba de pie por educación hacia ella.

―En realidad sí que hay algo que puedes hacer por mi ―dijo Alicia ya tuteándole con un tono anormalmente sensual y pícaro para lo que había sido el resto de la entrevista―. Más bien hay algo que yo puedo hacer y que llevo deseando hacerlo desde el primer día que te vi.

Alberto arqueó esta vez ambas cejas y se quedó completamente anonadado por el nuevo rumbo que inesperadamente había tomado la situación. Alicia llevó sus manos hasta la hebilla del cinturón de cuero de los pantalones de su jefe, lo desabrochó con asombrosa habilidad, también el botón del pantalón, bajó la cremallera de la bragueta y dejó que la exquisita y fina prenda del traje cayera hasta los tobillos debido al peso del teléfono móvil, las llaves del coche y algunas monedas que Alberto llevaba en los bolsillos. Él se quedó completamente bloqueado ante la actuación de su ya ex empleada, pero se dejó hacer. Alicia se agachó, y sin miramientos tiró de sus calzoncillos tipo short hacia abajo hasta que se reunieron con los pantalones y luego se puso de pie otra vez. Le plantó un pico en los labios y le empujó suavemente por el pecho para que se sentara en su lujoso sillón de cuero. Ya sentado, Alicia se arrodilló frente a él en el suelo y con gran precisión, accionó la palanca del sistema hidráulico del sillón para que por efecto del peso de su dueño, la altura bajara hasta el mínimo posible.



Teniéndole ya como quería, desnudo de cintura para abajo, sentado, con las rodillas abiertas, y totalmente erecto y preparado, no lo dudó y se introdujo su enorme pene en la boca. Era grande, grueso y estaba más duro que ningún otro miembro que Alicia hubiera tenido cerca nunca antes. Estaba impecablemente limpio y olía a Massimo Dutti, como todo él. Con las manos apoyadas en sus fuertes y trabajados muslos, ahora ya no tenía dudas de que hacía deporte, Alicia comenzó succionar con fuerza y a mover su cabeza arriba y abajo. No iba a ser una felación sensual y no iba a emplear un montón de minutos en preliminares ni en excitar al dueño del grueso pene que tenía en la boca. Buscaba sólo su propia satisfacción personal y cumplir el deseo que tantas y tantas veces había ensoñado al ver a su máximo jefe en el trabajo. Sólo quería chupársela por puro placer y quedarse satisfecha.

Él se abandonó al placer que ella le estaba regalando y se dejó hacer, recostándose aún más en su carísimo sillón de oficina y agarrándose con ansiedad a los brazos de madera del mismo. Alicia continuó chupando y succionando con fuerza tan profundo como su garganta le permitía, incrementando el ritmo paulatinamente. Cuando notó que el orgasmo de su ex jefe no estaba lejos ya, llevó su mano izquierda a los testículos mientras que con la derecha asió la parte del pene que no le cabía en la boca, que era casi la mitad, y comenzó a masturbarlo al tiempo que sincronizaba los movimientos de esa mano con los de su cabeza para sufrimiento y castigo de tan imponente pene. Alberto trató de avisarla de que ya no podría aguantar mucho más y quiso sujetarle la cabeza para que parase. Le parecía “descortés” correrse en su boca. Pero parecía que a Alicia no le importaba, ya que soltando momentáneamente el pene que masturbaba violentamente, le dio un fuerte manotazo en las manos y regresó a su posición anterior, agitando y chupando el inmenso pene como si la vida le fuera en ello.

Alberto no pudo resistirlo más y explotó en el interior de la boca de Alicia, que al sentir la ardiente carga inundar su lengua y su paladar, apretó los labios alrededor del durísimo pene y continuó succionando con fuerza como queriéndole ayudar a expulsar hasta la última gota de semen que tuviera en su interior. Las sacudidas de la mano que lo masturbaba hicieron que el pene continuara eyaculando más y más cantidad de semen. La boca de Alicia poco a poco se fue llenando hasta que no le quedó más remedio que abrir su garganta y permitir que el espeso líquido descendiera ardiendo por su interior mientras la lengua, el paladar y los labios se resistían a liberar la presión ejercida sobre el glande y continuaban recibiendo descargas de semen.

Cuando finalmente el pene dejó de expulsar su preciado néctar, la rigidez del mismo se vino abajo y Alicia supo que su trabajo en la empresa había terminado, tanto en el sentido figurado como en el literal. Y estaba contenta por haberlo hecho. Había terminado su etapa en aquella empresa y se había comido a su jefe, que estaba cañón. Había sido una buena y sabrosa guinda para terminar tantos años de auténticos sinsabores.

Se puso de pie, se recompuso un poco, se limpió con la lengua un resto de semen que le escurría por una de las comisuras de sus labios, y apoyando sus manos sobre las de su jefe que aún descansaban sobre los brazos del sillón, le dio un besito en los labios y se despidió de él dándole las gracias.

―Gracias por todo ―le dijo mirándole a sus aún desencajados ojos―. Has sido el mejor jefe que tenido en la vida.


―¡Estás despedida!



Gracias por haber leído este relato.
Espero que haya sido de tu agrado.
Me llamo Hamaya Ventura y puedes
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