viernes, 1 de diciembre de 2023

Abuso de Autoridad


Alicia no se lo podía creer. Después de tantos años de esfuerzos, de trabajo, de noches de insomnio estudiando, de machacarse a diario para superar las pruebas físicas, de sinsabores y frustraciones, de discusiones con su familia y de no poder ver a sus amigos… ¡por fin era Guardia Civil!

Había sido su sueño durante muchísimo tiempo. Siempre le habían gustado mucho todos los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pero el de la Guardia Civil especialmente. Sentía un gran aprecio hacia ellos, por la abnegada labor de protección que desarrollan, y se solidarizaba con ellos ante los frecuentes desprecios y descalificaciones que este cuerpo suele recibir, especialmente por parte de los políticos.

Pero ella sí les respetaba profundamente y admiraba su labor. Una labor demasiadas veces criticada y denostada, y muchas veces no lo suficientemente bien remunerada teniendo en cuenta que muchos de sus integrantes se juegan la vida a diario por prestar su servicio a los ciudadanos.

Siempre había sido una gran aficionada al mundo de la moto y, desde que pudo sacarse las primeras licencias de ciclomotor y carnés para motocicletas pequeñas, había ido consiguiendo motos de mayor cilindrada y mejores prestaciones. Por eso, su sueño dorado era unir en una sola sus dos máximas pasiones, el Cuerpo y las motos. Ella quería ser motorista de La Guardia Civil.

Soñaba una y mil noches que patrullaba con una enorme BMW las carreteras de nuestra amada piel de toro, y vigilaba para que ningún ciudadano se encontrara en apuros mientras ella estuviera cerca. El tema de las multas y sanciones también estaba ahí, latente, aunque para ella eso era completamente secundario. Sabía que tendría que poner más de una y más de dos a pesar de que no le agradara mucho hacerlo, pero su máxima aspiración era poder ayudar al ciudadano.

Sufrió en sus carnes la tremenda dificultad de ser mujer en un cuerpo militar, donde no todos los compañeros, y menos aún algunos mandos recalcitrantes, entendían y aprobaban que una mujer pudiera hacer tan bien como un hombre, o incluso mejor, prácticamente cualquier trabajo.

No fueron pocas las noches durante su estancia en la Academia de Baeza, en las que lloró amargamente en su habitación tras haber sido ridiculizada, y a veces humillada por el típico “machito” que se creía mejor que cualquier mujer. Le dolía especialmente cuando esas puñaladas venían de arriba, de profesores y mandos. Pero nunca dio su brazo a torcer ni mostró en público sus debilidades. Siempre mantuvo la cabeza bien alta, se comió su orgullo y consiguió salir de la academia con las mejores notas y resultados de su promoción.

Ya siendo profesional y miembro del cuerpo, continuó haciendo cursos y sacándose todos los carnés que pudo para ir acumulando puntos en su currículo. Por delante tenía un año en prácticas en el que además de trabajar, iría poco a poco mejorando su historial con cursos de todo tipo que le fueran sumando puntos.

Comprobaba todos los días los boletines y las comunicaciones oficiales de la Guardia Civil en busca del tan ansiado curso de especialización para poder optar a ser motorista. Cuando finalmente salió, lo solicitó y se lo concedieron. Fue uno de los días más felices de su vida. Tenía el sueño al alcance de la mano, aunque no fuera nada fácil conseguirlo aún.

Sabía que todavía le quedaba un largo camino por recorrer, y lo que era peor, que poder hacer el curso no le garantizaba terminarlo. Aún le quedaba estudiar un montón para superar la parte teórica, y después otro medio año de prácticas durísimas en Mérida. A esto último le tenía especial miedo, pues sabía por amigos que era el coladero donde caía la mayoría.

Estas prácticas exigían aprender a manejar una inmensa motocicleta con un nivel de destreza y perfección que poca gente es capaz de adquirir y, durante la especialización, no era infrecuente lesionarse y romperse alguna pierna, brazo, clavícula o algún otro hueso. Y eso implicaba automáticamente no graduarse y tener que empezar de cero de nuevo. Entre las prácticas que había que hacer durante esa especialización, estaban hacer cabriolas, piruetas, conducción coordinada con otros compañeros, conocimientos muy avanzados de mecánica y un sinfín de cosas complicadísimas que no todo el mundo es capaz de terminar.

Pero la fuerza y el tesón, junto con su autodeterminación e infinito amor propio, lograron que finalmente, tras todos los sinsabores, Alicia se convirtiera por fin en la primera mujer motorista de la Guardia Civil en España.

Aún recordaba su primer día en la carretera. Se enfundó su recién confeccionado uniforme, sus guantes, sus botas negras, su casco modular y sus prendas reflectantes, y salió a patrullar junto con su compañero asignado. Fue sin duda el mejor día de su vida. Jamás lo olvidaría, pues era el colofón al mayor esfuerzo que había hecho en toda su existencia.

Desde el kilómetro uno, la relación entre su recién estrenada BMW y ella fue idílica. Iba suave como la seda, ronroneaba como un gatito cuando iba tranquila, y se mostraba súper agresiva, ágil y rapidísima cuando alguna actuación concreta le obligaba a abrir gas a fondo. Los meses de preparación habían sido muy bien aprovechados, y su propio compañero, ya próximo a la jubilación y con mucha más experiencia que ella, la alabó en innumerables ocasiones por la destreza y la elegancia que demostraba conduciendo una motocicleta tan grande, pesada y aparatosa.

Y tanto para el compañero como para cualquier otra persona, especialmente si era hombre, ver a Alicia sobre la BMW era una auténtica delicia. La moto ya de por sí le sentaba bien, pero es que, además, el uniforme aún mejoraba más si cabe el conjunto. Con su metro setenta y cinco de estatura, su cuerpo esbelto, delgado y trabajado, sus caderas bien formadas y definidas por el pantalón semielástico del uniforme, su pelo moreno ondulado que recogía en un moño o en una coleta cuando se quitaba el casco, y sus más que generosos senos, muy bien proporcionados y definidos, la convertían en una auténtica belleza de calendario. El resto del conjunto, la pistola en su funda, las esposas, los guantes de la moto, la gorra, la chaqueta especialmente diseñada para circular en moto y las insignias y distintivos de la Guardia Civil, hacían de ella una auténtica mujer de bandera.




No le gustaba mucho llamar la atención cuando trabajaba, pero era francamente difícil no lograrlo. Era guapa, tenía un cuerpo espectacular y ella lo sabía, así que estaba bastante acostumbrada a los muchos piropos de sus compañeros y también a las muchas patochadas de más de un conductor al que tenía que parar en carretera y amonestarle o sancionarle.

A los primeros los manejaba bien porque después de que un par de ellos se propasaran más de la cuenta con ella en el cuartel, los denunció por acoso laboral y los expedientes abiertos a los guardias implicados ya pusieron las cosas en su sitio y el resto de compañeros sabían cómo se las gastaba y el mucho daño que podía hacerles, justa o injustamente.

Con los segundos, los conductores, la cosa era diferente, pero igualmente manejaba las situaciones a su antojo. Si el implicado mostraba educación y respeto, ella correspondía de la misma forma, incluso perdonando en muchas ocasiones más de una sanción. Pero si el patoso de turno hacía el más mínimo comentario acerca del género o sobre dónde tenían que estar las mujeres en vez de patrullando, entonces el pobre infeliz tenía todas las de perder. Y ni que decir tiene lo que sucedía si el baboso lanzaba el típico comentario despectivo y ofensivo sobre las mujeres, la cocina y otras lindezas similares. Entonces sí, sin perder la calma ni por un solo momento, comenzaba a pedirle al desdichado todo tipo de papeles, documentación, ficha técnica, carné de conducir, seguro y todo lo demás. Y se lo revisaba todo con lupa hasta encontrar el más mínimo desliz, y entonces lo empapelaba. Con alguno había llegado incluso a solicitar que le mostrara los triángulos de emergencia obligatorios, los chalecos reflectantes o incluso le había llegado a medir la profundidad de los surcos de los neumáticos y las presiones de los mismos. No pasaba una, y cuando encontraba el más mínimo defecto, no dudaba en sacar el talonario de sanciones y ponía cuantas fueran necesarias hasta que el susodicho se daba por vencido y agachaba las orejas. Alicia, por las buenas era un ángel, pero por las malas era un auténtico demonio.

Aprendió pronto que mientras estaba de servicio no debía llamar mucho la atención para evitar esos incidentes, por lo que casi siempre se dirigía a los conductores sin quitarse el casco, sin abrirse la chaqueta demasiado y cuando podía, sin quitarse las gafas de sol de la cara, aunque el protocolo se lo exigiera.

En el cuartel, por el contrario, una vez finalizada la parte de la jornada que transcurría en la carretera, no veía el momento de ponerse más cómoda y dejarse ver ante los compañeros tal y como era, sin tapujos. Colgaba en su taquilla la chaqueta y el resto de las prendas de la moto, se ponía la gorra con la coleta asomando por detrás, y continuaba trabajando en camisa con el uniforme normal. Rellenaba sus informes de forma diligente y siempre terminaba su trabajo con tiempo suficiente como para estar más o menos tranquila el final de su turno con las tareas hechas y rematadas.

Muchas veces incluso le sobraba tiempo para charlar y conversar con los compañeros, y hasta para acompañarlos a tomar una cerveza fuera del cuartel cuando terminaban el turno. Tenía una vida plena y feliz, amaba su trabajo y se sentía muy orgullosa de lo que había conseguido y lo que hacía.

Hasta había tenido algún escarceo amoroso con algún compañero. Había salido también con varios chicos no guardias de su entorno que le hicieron tilín en un momento dado. Sabía que era muy guapa y que a muchos hombres, el tema del uniforme y de la autoridad les gustaba mucho. Y a ella también.

Los meses se iban sucediendo, y Alicia se encontraba cada vez más cómoda con su trabajo de motorista. Disfrutaba de la carretera, de sus cientos de kilómetros diarios a lomos de la moto, de su trabajo bien hecho, y de la relación que poco a poco iba desarrollando con todos los compañeros de cuartel, amorosa o no. Había logrado su objetivo en la vida y se sentía plena y feliz.

No abusaba mucho en el tema de las multas, y tan solo sancionaba a aquellos conductores que realmente cometían infracciones muy graves. Era consciente de que en los tiempos de crisis que corrían, una sanción muchas veces podía dar al traste con los ahorros de una familia, y se esmeraba más en hacer comprender a los conductores que los que realmente corrían peligro eran ellos si no cumplían a rajatabla con las normas más importantes. A veces, hasta su propio compañero le llamaba la atención por perdonar algunas sanciones que no debía dejar pasar. Pero a ella le costaba mucho.

Se angustió un poco cuando un día llegaron órdenes de arriba en las que les ponían unos cupos y unos mínimos para sancionar. Había que llegar, sí o sí, hasta ciertos importes y número de multas, y eso a Alicia no le gustaba nada. Era claramente un objetivo recaudatorio y no por la seguridad de los conductores, y eso la ponía enferma. Pero no podía hacer mucho al respecto. Sabía que si no cumplía las órdenes de arriba y no llegaba a los objetivos marcados, se exponía a que le abrieran un expediente y a meterse en problemas. Y por nada del mundo querría manchar su hoja de servicio y arriesgarse a que la destinasen a otro puesto diferente. Así que se esforzó un poco y comenzó a ser más exigente en su labor y a perdonar cada vez menos sanciones.

Pero al final sucedió lo inevitable. El comandante la llamó un día a su despacho y tuvo una charla con ella en términos no muy amigables. Le dio una de cal y otra de arena, y si bien el superior le reconoció que su profesionalidad y su celo en el trabajo eran intachables, las órdenes de arriba eran bien claras y ella no estaba llegando a las cantidades mínimas de sanciones y dinero. Al final, casi faltándole al respeto, le dijo literalmente que “le importaba una mierda que fuera la primera mujer motorista de la Guardia Civil. O pones más multas o te abro un expediente”.

Alicia salió de allí indignada, llena de rabia y de impotencia. No estaba en absoluto de acuerdo en cómo se hacían las cosas en el cuerpo, pero no le quedaba más remedio que aceptarlo y acatarlo, o de lo contrario se metería en problemas.

Aquella noche, al finalizar su turno, se fue a tomar unas cervezas con uno de sus compañeros con el que tenía buen feeling, y se lo contó todo. Incluso llegó a decirle que dudaba de que las cosas fueran realmente como le había dicho el superior, y que todo lo hacía para ponerla a prueba y para presionarla como antes lo habían hecho durante la academia en Baeza y luego en el curso de especialización en Mérida, solo por ser mujer. Al final, el compañero le dijo que no, que esas mismas órdenes eran para todos iguales y que a todos les estaban imponiendo esos mismos objetivos porque había mucha escasez de medios y recursos y las multas eran una forma fácil, rápida y legal de hacer dinero.

Sintió un poco de alivio al comprobar que entonces no la estaban presionando solo a ella por ser mujer, pero no se calmó lo más mínimo ni eso mitigó su enfado e indignación. Estaba muy alterada y, cuando los dos quisieron darse cuenta, habían bebido un poco más de la cuenta y los botellines habían ido cayendo desde hacía más de tres horas. Casi copaban por completo la mesa del garito donde estaban. Ambos se pusieron un poco melosos y les entró la risa floja. Comenzaron a hacer chistes fáciles sobre “lo bueno que estaba el cuerpo”, lo que podían hacer con las esposas, y lo antirreglamentaria que era el arma que lleva el compañero junto a la que sí era legal. Poco a poco se fueron calentando.

Regresaron al cuartel, ya que vestidos de uniforme no podían ir por la calle, menos aún medio bebidos y, tras cambiarse en sus respectivos vestuarios, salieron ya de paisano y terminaron la noche en casa del compañero, revolcándose por el suelo, tomando algún chupito más y haciendo ambos buen uso del pistolón que él llevaba de serie.

―¿Qué sabes hacer con esto? ―preguntó Alicia agarrándole el paquete por encima de los vaqueros mientras le plantaba un beso en los morros.

―Disparar a todo lo que se menea ―respondió él.

―Pues yo tengo muchas ganas de bailar ―dijo ella―, ¿me vas a disparar?

Ya no hubo más conversación. El improvisado beso de acercamiento se convirtió en un apasionado y hasta casi violento beso de tornillo. No hubo prolegómenos ni preliminares. Del beso pasaron al magreo por encima de la ropa, y de ahí a la búsqueda desesperada de eliminar todo rastro de las prendas que ambos llevaban puestas. Apenas tardaron dos minutos en estar completamente desnudos y rodando por la alfombra del salón en una maraña de brazos, piernas y lenguas entrelazados sin orden ni concierto.

El último giro lo paró el sofá al interponerse en su trayectoria. El mueble les impidió seguir avanzando por el suelo, pero en su defecto, les proporcionó la posibilidad de usarlo como el ring para la batalla que estaban a punto de librar.

Fue Alicia la primera que tomó la iniciativa y, encaramándose al sofá, colocó sus rodillas en la banqueta y el busto apoyado sobre el respaldo, de forma que le ofrecía a su compañero una perfecta vista de su retaguardia completamente desnuda. Era una invitación clara.

El compañero lo entendió a la primera y, poniéndose de pie, se colocó detrás de ella y con ayuda de su mano derecha comenzó a pasar su miembro arriba y abajo por todo el expuesto sexo de Alicia. Ella gimió al sentir la dureza de la pistola y le invitó a que la penetrara sin más.

―¡Vamos! ―gritó―. ¿A qué coño esperas?

No hubo respuesta de ningún tipo. Con el pene perfectamente embocado en la entrada de Alicia, y el abundante lubricante natural que ella hacía rato que segregaba, la penetración fue total, de una sola vez y hasta el fondo. El chico tenía un pistolón de buen calibre y, aunque Alicia no lo había catado hasta ese momento, se alegró de tenerlo en su interior en su totalidad y comenzó a hacer cábalas sobre lo que querría hacer con él en los próximos minutos.

Por el momento, se conformó con que su compañero se pusiera a tono y la penetrara unas cuantas veces antes de pasar a la siguiente posición. El chico la asió por las caderas y, sin sacar el miembro del todo del sexo de Alicia en ninguna de las embestidas, comenzó a bombear de forma rítmica y constante.

A ella le bastaron un par de minutos para comprobar que el chico, aunque bien dotado, no tenía demasiada iniciativa y que, si no alteraba ella misma la situación, se correría demasiado pronto y ella se quedaría sin orgasmo. La postura excesivamente cómoda para él, de pie en el suelo, y la cantidad de alcohol que llevaba encima, podían dar al traste con el goce de Alicia y que el polvo se terminara en tres minutos. Le puso remedio inmediatamente.

―Para, general… ―le interrumpió Alicia―. Si sigues así, te vas a correr demasiado pronto y no vas a llegar al cupo de sanciones.

Alicia se sentó en el sofá en la posición natural para la que estaba diseñado el mueble, con la espalda apoyada en el respaldo, el culo en la banqueta y los pies en el suelo.

―De pie ―le dijo al chico señalando con las palmas de las manos las zonas para sentarse a los lados de ella.

Él obedeció y escaló al sofá colocando un pie a cada lado de Alicia, de forma que inevitablemente, su miembro quedaba ahora justo frente al rostro de ella. Se inclinó hacia delante para apoyar sus manos sobre el respaldo del sofá y, con la ayuda de Alicia, que le empujó con sus manos por el culo, aproximó su pene a la boca de ella, que lo recibió abierta de par en par y deseosa de saborearlo.

Al guardia le sorprendió un poco que una chica accediera a chupársela después de haberla penetrado. No era lo más normal. Por regla general, a la mayoría de las chicas no les suele importar practicar sexo oral, pero casi siempre suele ser antes de la penetración, como parte de los juegos preliminares. Pero una vez impregnado el miembro con los flujos vaginales, a casi todas les da asco. Y curiosamente, a casi ningún chico le da asco hundir su boca en el sexo de una chica. Misterios de las feromonas.

Pero Alicia era diferente. Esa era precisamente una de las prácticas que más le gustaban a ella. Su propio olor y sabor, que en otras ocasiones solo podía degustar de sus propios dedos, no solo no la molestaba, sino que la encantaba. Y si la cuchara empleada para probar sus jugos era un miembro tan imponente como el que tenía en la boca en esos momentos, pues tanto mejor.

Se afanó en chupársela lo mejor que sabía. No era novata en ello, y sabía proporcionar placer con maestría. Controlaba a la perfección la fuerza que debía hacer, la succión adecuada que debía mantener y el cuidado que tenía que tener para no hacerle daño al chico con los dientes. Y además, sabía combinar las actuaciones de su boca y de sus manos para hacer varias cosas al mismo tiempo y repartir el placer. Así, mientras con su cabeza y su boca castigaba toda la longitud de pene que le entraba, con una de las manos le masturbaba la parte del miembro que no le cabía. Y con la otra, le sobaba y le apretaba los testículos con cierta violencia. Sabía hacerlo bien. Con otros chicos también había llegado a hurgar con un dedito en el perineo y la zona más próxima al ano, pero no todos aceptan esas prácticas de buen grado y había que ir con cuidado. Además, el civil al que se estaba comiendo no había pasado por la ducha antes de esta sesión, así que decidió sobre la marcha que dejaría la zona oscura para otra ocasión. O para otro chico.

Se concentró en seguir con la felación un rato más, pero al igual que pasara cuando él la estaba penetrando a ella, se dio cuenta de que, si seguía con la mamada, el chico se correría y ella se quedaría sin premio. Volvió a interrumpirle.

―Para, chico ―le dijo―. Vas muy rápido y yo todavía no estoy ni a tono. Cambio de posición.

Alicia se subió al respaldo del sofá, sentándose en la parte más alta del mismo y colocando los pies donde habitualmente se ponen las posaderas y las piernas totalmente abiertas, y con una indicación que no necesitó mayores explicaciones, el compañero se hincó de rodillas en el sofá y hundió su rostro en el empapado sexo de Alicia. Ella gimió y, sin delicadeza de ningún tipo, le agarró por los pelos y le forzó a que se comiera con cierta violencia lo que ella le ofrecía. Estaba excitada, algo ebria y no tenía tiempo para perder con remilgos. Necesitaba llegar al punto necesario de excitación que le permitiera obtener su propio orgasmo.

Tras un rato disfrutando del placer que le producía la lengua de su compañero, y del control que ella ejercía sobre él, dirigiendo en todo momento la sesión, Alicia decidió que ya era hora de llegar al orgasmo. Tenía ganas de terminar y quedar totalmente satisfecha, y el arma del muchacho era más que suficiente para lograrlo.

―Para, chaval ―le dijo―. Que te vas a empachar. Necesito algo más grande que tu lengua ahí dentro. ¡Llévame al dormitorio!

El chico no rechistó ni lo más mínimo. Se bajó del sofá, aún con las comisuras de la boca brillantes y empapadas por los jugos de Alicia y, cogiéndola de la mano, la llevó hacia su habitación.

Por el camino, Alicia tropezó con sus propios pantalones vaqueros, que habían quedado tirados por el suelo y, al mirar qué había provocado su traspiés, vio asomar sus esposas en uno de los bolsillos de la prenda. Su cabeza trazó inmediatamente un plan en el que pudiera hacer algo con ellas.

Las recogió del suelo sobre la marcha y, enseñándoselas al chico, le preguntó:

―¿Tienes otro juego?

―Todos los que quieras ―replicó él sonriendo con maldad y tirando de ella en dirección al dormitorio.

El cuarto era bastante espacioso para tratarse de una habitación de un piso pequeño. A pesar de ser soltero y no tener pareja, la cama era de matrimonio y disponía de cabecero y piecero con barrotes. Alicia supo de inmediato dónde iba a enganchar las esposas. Y lo que más le gustaba era que había espejos por todas partes, tanto en las puertas del armario empotrado que había junto a la cama, como en ambas paredes, la del cabecero y la opuesta. En aquella cama, uno podía verse haciendo el amor desde todos los ángulos posibles.

Antes de ir a la cama, el chico condujo a Alicia hasta una cómoda situada en el lateral opuesto al armario y, con una maquiavélica sonrisa, abrió el primer cajón y le mostró a Alicia las esposas por las que había preguntado y toda suerte de objetos de los que se usan habitualmente en las sesiones de sadomasoquismo y bondage: cinchas, correas, pinzas, fustas y látigos, consoladores, mordazas…

A ella no le iban mucho esas cosas, pero viendo el arsenal que escondía su compañero, y estando como estaba, un poco achispada por el alcohol, pensó que a lo mejor era el momento de probar cosas nuevas.

―¿Te gusta que te azoten? ―preguntó ella.

―Que me azoten, azotar… Depende del día ―contestó él.

―¿Y esto también es para ti? ―preguntó cogiendo un enorme pene realístico del cajón.

―Para mí o para ti ―respondió él metiéndoselo en su propia boca―. Lo que más te guste.

―Vaya, vaya… ―dijo Alicia bastante sorprendida pero imbuida por las nuevas expectativas que se le ofrecían― ¿Quién lo iba a decir?

A ella no le iban mucho esas cosas. Era bastante tradicional, pero desde que se había convertido en Guardia Civil, reconocía que a veces se excitaba un poco al sentir la autoridad que el uniforme le confería.

―Vamos a probar con esto ―dijo ella cogiendo un segundo juego de esposas, unas cintas para los pies y una fusta terminada en pequeñas tiras de cuero flexibles―. ¡Túmbate en la cama!

El chico entendió a la primera que esa noche la que iba a mandar era ella. No le importó lo más mínimo. Estaba acostumbrado a que en unas sesiones él era el dominante y en otras era el dominado. Hoy le tocaba ser sumiso. Disfrutaba tanto lo uno como lo otro, así que obedeció a Alicia y se tendió en el centro de la cama boca arriba.

Alicia dudó un poco, pero finalmente se atrevió y, rodeando la cama, le colocó los dos juegos de esposas en las muñecas con los brazos bien abiertos y las enganchó a los barrotes más alejados del cabecero. Luego se peleó un poco con las correas de los pies, pues no sabía muy bien cómo funcionaban y, tras seguir las indicaciones del dueño de las mismas, finalmente le tuvo totalmente atado y abierto completamente de brazos y piernas, formando un aspa.

Cuando estuvo satisfecha, echó una ojeada a todos los espejos de la estancia, y verse a sí misma completamente desnuda frente a un hombre inmovilizado en la cama y con el miembro totalmente erecto, terminó por excitarla del todo.

Aún con la fusta en la mano, rodeó de nuevo la cama y se colocó del lado contrario al del armario, de forma que pudiera verse a sí misma en los espejos de las puertas. Sin encaramarse aún a la cama, recorrió el cuerpo de su cautivo compañero con el extremo de la fusta, pasándosela por el torso, el cuello, los costados y las piernas. Llegó hasta los pies con ella y, desde allí, comenzó a subir por la cara interna de las piernas hasta llegar casi a los testículos. Los rodeó para no tocarlos aún, pero se ensañó con el pubis y el escaso y recortado vello que el chico tenía en esa zona. Subió hasta el ombligo poco a poco y, una vez allí, se buscó a sí misma en el espejo, se sonrió, y luego le proporcionó un fuerte zurriagazo en el vientre con la fusta. El chico se estremeció, casi más por el susto que por el dolor, aunque, a decir verdad, el golpe proporcionó las dos cosas en gran medida.

―¡Oye! ―protestó él―. Eso ha dolido.

―Pensé que te gustaba ―dijo Alicia.

―Bueno… ―continuó él―, me gusta hasta cierto punto. En mi caso, es más importante la componente mental que la puramente física. Hay gente que disfruta del dolor. Yo, no tanto.

―Entiendo… ―continuó Alicia―. Te va más el miedo y el morbo que el dolor puramente dicho. ¿Es así?

―Más o menos ―dijo él.

―Pues lo siento mucho, nene ―soltó Alicia―. A mí me gusta mucho más proporcionar dolor que amenazar con proporcionarlo.

Y acto seguido le colocó el extremo de la fusta sobre los testículos, como preparándose para proporcionar un nuevo golpe similar al que segundos antes había dado sobre el vientre.

Al pobre chico se le iban y se le venían los colores. Estaba totalmente inmovilizado, sin posibilidad de defenderse o protegerse, ni siquiera encogerse, y la sola idea de recibir en sus partes un golpe semejante al anterior le aterrorizaba. Él no era purista del bondage, y por un momento pensó que había cometido un error al dejarse atar por Alicia. Parecía tan fuera de sí.

Alicia sí golpeó los testículos del chico con la fusta, pero no con la virulencia de la vez anterior. Fue un golpe seco y ligero que sí hizo estremecerse y bufar al dueño de los testículos, pero no fue, ni mucho menos fuerte y doloroso como habría sido en esa parte tan delicada un golpe como el anterior.

―¿Así mejor? ―preguntó Alicia.

El chico no respondió. Se limitó a jadear y retorcerse en la cama, simulando que intentaba deshacerse de sus ataduras y exagerando los movimientos.

Alicia repitió el golpe, pero esta vez sobre el pene, que descansaba totalmente extendido sobre el pubis del chico. Y este volvió a sobreactuar, tirando con fuerza de las cadenas de las esposas y simulando que estaba intentando arrancarlas del cabecero. Ella comprendió el juego. Se trataba más bien de una obra de teatro que otra cosa. Le cogió el gusto a la fusta, y fue repartiendo pequeños golpes con ella en distintas partes del chico. Cuando las tiras de cuero tenían que aterrizar sobre una zona dura, como el pecho, un costado o un brazo, se permitía imprimir algo más de fuerza al golpe, pero si atizaba en partes blandas como el estómago, los muslos o los genitales, era más cuidadosa. También en el miembro.

Parecía que el juego excitaba mucho al chico, pero después de un rato, ella fue perdiendo interés en la práctica. A ella no la excitaban especialmente estas cosas y, al fin y al cabo, no habían ido al dormitorio solo para eso sino para echar un polvo. Ella quería también su parte de excitación, así que cambió de tercio.

Dejó la fusta a un lado, a uno de los costados del chico, y se arrodilló en la cama, siempre mirándose en los espejos del armario, para engullir el miembro de su compañero de trabajo. Alicia había hecho muchas felaciones en su vida, pero jamás se había visto a sí misma hacer una en un espejo. Contemplarse haciendo esa práctica fue lo que terminó de excitarla todo lo que el juego de la fusta no había logrado antes. Se miraba y se gustaba haciendo lo que hacía, y ver desaparecer el enorme pistolón del chico en su boca la puso como una moto. Succionó con mucha más fuerza y virulencia, casi con furia, y acompañó los movimientos de su cabeza con los de una mano para masturbar el miembro al mismo tiempo que lo chupaba. Y todo ello sin perder ni un solo detalle de todo lo que pasaba en el espejo de enfrente.

Con el nivel de excitación ya por las nubes, abandonó el miembro y, sin dejar de contemplarse a sí misma en el espejo, trepó por la cama y por encima del atado cuerpo de su compañero hasta que le colocó el sexo sobre la cara. Le agarró la cabeza con furia y le obligó a restregar su cara por toda la longitud de sus labios vaginales. La cabeza era lo único que no estaba atado y tenía cierta movilidad, así que Alicia no dudó en levantársela y bajársela como si fuera un juguete para que todas las partes de la misma, barbilla, nariz, boca, frente… se rozaran contra su licuado sexo.

En un momento dado, el chico intentó protestar un poco, como queriendo decirle a Alicia que ya no quería chupar más en su entrepierna, pero ella lo solucionó rápidamente. Volvió a coger la fusta y, sin miramientos, le atizó un nuevo golpe en los testículos, esta vez algo más fuerte que las veces anteriores. Surgió efecto de inmediato. Las pelotas se encogieron proporcionalmente la misma cantidad de centímetros que la lengua del chico salió de su boca para hundirse en la vagina de Alicia.

―¡Eso es! ―gritó ella mientras se miraba en el espejo―. No se te ocurra dejar de chupar.

El chico sollozó, pero se afanó en hacer lo que se le ordenaba por miedo a recibir un nuevo azote. Alicia aún blandía la fusta amenazadoramente en su mano, así que era mejor no hacerla enfadar. Al fin y al cabo, la situación completa era más o menos lo que había estado buscando con ella desde el principio; llevársela a la cama y tener sexo con ella. Y si por el camino se había llevado puesto un poco de sado, que también le gustaba, pues tanto mejor. ¿Qué más quería? Estaba atado, que le encantaba, estaba practicando sexo con su compañera, que estaba como un tren, y suponía que tarde o temprano ella querría volver a tener su miembro enterrado dentro para obtener su ansiado orgasmo.

Y no le faltaba razón. En un momento dado, Alicia se bajó de la cara del chico y volvió, sin dejar de mirarse en el espejo lateral en todo momento, a meterse el pene otra vez en la boca. El chico jadeó y Alicia comprobó que la temperatura del miembro era considerablemente más alta que las veces anteriores. No debía faltarle mucho para explotar.

Trepó sobre él y, sin previo aviso, se ensartó el miembro en su propio sexo. La mezcla de saliva y líquido preseminal que embadurnaba el pene, así como lo empapadísimo que Alicia tenía ya su conducto, hicieron que la operación fuera sencilla, rápida e indolora. El chico era largo y ella sintió cómo llegaba hasta lo más profundo de su ser. Se quedó inmóvil unos segundos, como queriendo disfrutar del momento, sopesar las dimensiones y tamaños, y hacerse a la idea de que los próximos minutos iba a saltar como una posesa sobre ese tremendo mástil.

Pero para sorpresa del chico, que ya se veía siendo asaltado por Alicia sin que él pudiera presentar la más mínima resistencia por estar atado, apenas dos mete y saca después, Alicia descabalgó y de nuevo volvió a meterse el pene en la boca. Él no lo sabía y estaba un poco desconcertado, pero lo que Alicia buscaba era excitarse aún un poco más. Y una de las prácticas que más disfrutaba era degustar sus propios sabores y efluvios usando como cuchara el pene del chico con el que se lo estaba montando. Primero lo lamió por la parte baja, como si quisiera evitar que los flujos llegaran hasta los genitales, y desde ahí, fue rodeando poco a poco el pene con la lengua para asegurarse de dejarlo totalmente limpio de cualquier resto. Finalmente, se lo metió entero en la boca y lo succionó tan fuerte como pudo. Pareciera que estuviera tratando de absorber cualquier líquido, suyo o de ella, que circulara por el conducto interno. Tenía que asegurarse de que cualquier líquido pasara del cuerpo del chico, el cavernoso, al suyo, primero a su boca y después a su estómago.

Pero sabía que no podía dedicarle demasiados minutos de lengua al hinchado miembro. El chico estaba a punto de caramelo, y si se descuidaba un poco, se derramaría en su boca. No es que a ella le hubiera importado mucho ese hecho, pero eso arruinaría todo su placer y su clímax. Y no había llegado hasta ahí solo para satisfacer las necesidades del pistolón. Ella era la artífice principal de toda la excitación de ambos hasta ese momento, y ambos tenían que correrse. No había otra opción.

Así que, decidida a obtener su orgasmo, trepó por el inmovilizado cuerpo del chico y volvió a sentarse sobre el ariete. Lo hizo suavemente, ayudándose con una mano a embocar el glande sobre su entrada y, sin violencia, pero tampoco sin miramientos, dejó caer su cuerpo poco a poco hasta que los dos pubis se unieron y pudo sentir el nacimiento de los testículos presionando también sobre sus labios. El condenado guardia era muy largo y notó que la cabeza del pene llegó muy adentro en su interior. Eso la satisfizo. Tendría muchos centímetros con los que rozar sus labios en cada entrada y salida.

Las primeras veces, y debido a su posición dominante sobre él, fue Alicia la que hizo los movimientos pélvicos necesarios para que pene y vagina se acoplaran y desacoplaran alternativamente. Pero después de la primera docena de autopenetraciones, Alicia decidió que el resto del trabajo lo iba a tener que hacer el compañero. Ella estaba cansada, demasiado borracha y, aunque no quería desatar al chico, quería ser ella la que sintiera los empujones y no tener que darlos ella.

Se inclinó hacia delante, apoyando sus pechos sobre el fornido busto del agente, elevó un poco las nalgas, casi dejando el pene al descubierto del todo pero sin sacarlo entero, y le susurró al oído.

―Ahora quiero que me embistas tú.

El chico, espoleado por la sensualidad de Alicia, la calidez de sus preciosos pechos sobre él, y su pene aún aprisionado en parte por la vagina, comenzó a hacer lentos movimientos con sus caderas hacia arriba. No le resultaba del todo cómodo, pues al tener las piernas atadas y totalmente abiertas, no podía ayudarse con los talones, pero aun así, se las ingenió para conseguir que su pelvis se desplazara arriba y abajo lo suficiente como para que el miembro entrara y saliera del todo del sexo de Alicia.

Ella gimió y se dejó hacer, abriendo un poco más las piernas para que la penetración fuera más profunda y relajando prácticamente todos los músculos de su cuerpo. Su orgasmo estaba cerca y quería que el chico llegara hasta el fondo y golpeara con rabia su perineo con sus testículos en cada embestida.

Pero el chico comenzó a aflojar. Lo incómodo de la posición, el agotamiento físico que ya acusaba, y la cantidad de alcohol que circulaba por su cuerpo, hicieron que las embestidas poco a poco fueran perdiendo fuerza e intensidad.

―No aflojes ―le dijo Alicia de nuevo en el oído.

Aquellas palabras solo funcionaron un minuto más. Sí empezó a empujar de nuevo con cierta fuerza, pero al poco tiempo los movimientos volvieron a ser lentos y acompasados. Llegaba hasta el fondo y casi salía del todo de Alicia, pero lo que ella necesitaba era velocidad, fuerza y empujones. Y el agente no estaba cumpliendo con lo que ella necesitaba.

Alicia palpó con su mano derecha por la cama hasta que encontró la fusta. Y sin pensarlo ni por un segundo, le arreó un fortísimo zurriagazo al agente en el muslo.

―¡He dicho que no aflojes!

La vara rasgó el aire y un fuerte chasquido resonó en toda la habitación cuando las tiras de cuero impactaron contra la blanquecina piel del muchacho. El chico gimió de puro dolor, pues el golpe le escoció de lo lindo, pero inmediatamente comenzó a bombear de nuevo.

El siguiente golpe, cuando Alicia sintió que volvía a desfallecer, fue a parar al costado, zona mucho más sensible que la dura pierna.

―¡No puedo más! ―protestó él.

Alicia ignoró sus protestas y le rodeó el cuello con una mano, apretando ligeramente sobre su garganta.

―O empujas más fuerte, o te vas a llevar unos cuantos fustazos ―le dijo mirándole a los ojos.

Él se esforzó por embestir con más fuerza a su amazona, pero la verdad es que las fuerzas le fallaban ya y las penetraciones eran cada vez menos profundas.

Alicia temió que su orgasmo se fuera al garete si el chico se quedaba sin fuerzas del todo, así que se lo jugó todo a una carta. La fusta. El chico respondía satisfactoriamente a cada azote de la fusta, así que, aunque le dejara algunas marcas, decidió que le atizaría sin compasión hasta que ambos se corrieran.

―¡Vamos! ―le gritó―. ¡Empuja más fuerte, cabrón! ¡Parces una nena!

Y la fusta volvió a silbar en la habitación justo antes de aterrizar de nuevo en el muslo. Funcionaba. Con cada fustazo, el agente se revolvía y empujaba más fuerte, aunque tan solo durante dos o tres embestidas más. Y cuando decaía, un nuevo golpe de Alicia le espoleaba y bufaba y empujaba hacia arriba más fuerte, haciendo que su pene se enterrara entero en Alicia y volviera a salir a la luz acto seguido.

Llegó un momento en el que se producían casi tantos fustazos de ella como empellones de él. Parecía que Alicia estaba cabalgando en plena carrera del Gran National y que, como los jockeys ingleses, si no atizaba a su caballo fuerte en cada zancada, el animal no corría lo suficiente. Con casi idéntica posición que los jinetes de Liverpool, pero agarrando el cuello del semental en lugar de las riendas, y atizando al chico en el muslo en vez de en la grupa de un caballo, Alicia se envenenó con los golpes y comenzó a azotarle una y otra vez, cada vez más fuerte y cada vez más rápido, para que el chico no bajara el ritmo. Se conseguía el objetivo a la perfección, pues los golpes eran tan severos, y la zona de la pierna donde aterrizaban estaba ya tan castigada y dolorida, que el chico comprendió que hasta que su amazona no llegara al clímax, no terminaría su suplicio. Se armó de fuerza y de valor, entre otras cosas para concentrarse mejor en lo que sentía su pene en vez de su pierna, y sacó fuerzas de donde no tenía para darle a su castigadora lo que le demandaba.

Comenzó a empujar tan fuerte y tan violentamente que en ocasiones llegaba incluso a levantar a Alicia de sus apoyos en la cama. Si eso era lo que ella buscaba, era lo que iba a tener. El sudor corría por su frente y por su pecho como si hubiera corrido una maratón en pleno verano, y su pelvis impactaba con toda la fuerza que le era posible en el pubis de Alicia. Y por el efecto catapulta, los testículos viajaban sin control de arriba abajo, golpeando furiosamente el sexo de Alicia en cada uno de los empujones.

―¡Dios! ―gritó Alicia―. ¡Cómo me gusta! ¡No pares ahora! ¡Sigue!

Los golpes de la fusta, aunque no del todo, aminoraron en fuerza y cantidad, ya que Alicia estaba llegando a su clímax y no era capaz de coordinar los movimientos de cadera, pelvis y mano de forma simultánea, ganando importancia solo aquellos que le proporcionaban más placer, los sexuales. Se puso rígida, como si le hubiera dado un calambre, y comenzó su éxtasis al mismo tiempo que el agente alcanzaba también su punto de no retorno y comenzó a vaciarse en el interior de ella.

Con un berrido propio de un animal acorralado, herido y asustado, el guardia encorvó todo su cuerpo, apoyando todo su peso únicamente sobre sus talones y su cabeza, y levantó su pelvis tanto como le fue posible, levantando en vilo a Alicia al tiempo que su miembro alcanzaba la parte más profunda de su sexo. Alicia sintió la presión en su interior como nunca antes la había sentido, ni tan fuerte ni tan profunda, y aquello provocó que ella alcanzara por fin su clímax.

El agente, por su parte, tras ese empujón bestial, volvió a dejar descansar todo su cuerpo sobre el colchón, pero comenzó una nueva serie de convulsiones hacia arriba que, si bien no fueron tan violentas como la inicial, sí tenían fuerza suficiente como para que Alicia finalmente experimentara lo que tanto tiempo llevaba deseando. ¡Que la penetraran con fuerza y violencia!

El chico comenzó a eyacular en el interior de Alicia y ella, al sentir el ardiente caudal abrasando sus paredes, se sintió por fin satisfecha y alcanzó su orgasmo con una increíble temblequera de todo su cuerpo. Tiritaba como si estuviera sufriendo una hipotermia severa y se encogió en posición fetal sobre el cuerpo de su compañero, aunque sin desacoplarse de la unión genital que mantenían. Se dejó ir y se concentró en los golpes que su compañero le proporcionaba en su pelvis, en sus nalgas y en su interior y, con los ojos cerrados, disfrutó del torrente viscoso y ardiente que arrasaba su sexo.

Las embestidas del agente fueron innumerables, y con cada una, un chorreón de semen cambiaba de cuerpo, viajando desde el de él hasta el de Alicia, llenándola poco a poco y aumentando por segundos la temperatura del ya de por sí ardiente sexo de la motorista.

Alicia perdió la cuenta de las veces que había sufrido un empujón en el centro de su cuerpo. Se limitó a disfrutar cada uno de ellos, y dejar que su orgasmo se solapara con el del compañero, que poco a poco fue aflojando la fuerza y la virulencia de las embestidas. Tras un minuto vaciándose en ella, finalmente quedó laxo, exhausto y totalmente agotado, fulminado, terminado. Alicia tampoco tenía muchas más fuerzas que él, así que permaneció inmóvil sobre él, unidos por los sexos y boqueando y respirando trabajosamente hasta poder recuperarse.

Cuando ambas respiraciones regresaron a una velocidad normal, la rigidez del miembro del guardia comenzó a ceder y, junto a ella, la presión que ejercía sobre los labios externos de la vagina de Alicia disminuyó lo suficiente como para permitir pequeñas fisuras y huecos, y algunos restos líquidos de la batalla genital comenzaron a aflorar. A medida que el pene perdía su erección y se replegaba, una espesa y viscosa mezcla de fluidos de ambos empezó a resbalar por gravedad, abandonando la cavidad de Alicia y encontrando su camino natural por el perineo del agente hasta alcanzar el colchón. Él no podía hacer nada por evitarlo, pues estaba atado, y a Alicia le importaba un bledo lo que le pasara al ano o al colchón de su compañero de trabajo. Rodó hacia un lado, descabalgando por fin, y se quedó tendida junto a él en la cama, manteniendo una pierna aún sobre las suyas, y usando su inmovilizado brazo como almohada.

Justo cuando Alicia empezaba a quedarse dormida y el agente detectó que su respiración iba a convertirse en leves ronquidos, él pidió que le liberara.

―¿Puedes desatarme ya, por favor?

―De eso nada, nene ―replicó ella―. Lo último que necesito esta noche es que andes molestándome y sobándome. Estoy cansada y borracha y quiero dormir. Ya mañana te desato.

Y con las mismas, buscó las sábanas, se tapó con ellas, también al compañero y, dándole la espalda, se acurrucó y se quedó completamente dormida.

El chico no daba crédito a lo que le acaba de decir Alicia, pero también estaba borracho y cansado y, sin poder moverse, esbozó una ligera sonrisa que nadie vio y también se quedó profundamente dormido. Inmovilizado, pero dormido.

Al día siguiente, bien entrada la mañana y con algo de resaca aún, Alicia desató al muchacho y, tras amenazarle con la fusta advirtiéndole de que no quería escuchar ni un solo comentario sobre lo ocurrido anoche, ni en su casa ni en el cuartel, ni por supuesto de boca de ningún compañero, se vistió y se marchó sin ni siquiera decirle adiós. Solo había sido un polvo. El chico estaba cañón, pero no quería nada con él, así que lo mejor era no darle falsas esperanzas. Era mejor olvidarle cuanto antes. No quiso ni desayunar con él. Lo hizo sola en una cafetería de camino a su casa.

Como tenía turno de tarde, pasó el resto de la mañana sola en su casa, poniendo un poco de orden en sus cosas y en sus pensamientos. Se dio un buen baño para eliminar todo rastro de la sesión de la noche, comió pronto, sola, se echó una pequeña siesta para reponer fuerzas, y luego se fue al cuartel a comenzar su jornada laboral vespertina.

En el cuartel apenas cruzó palabras con sus compañeros. Solo algún saludo de soslayo, casi todos con un simple gesto de la cabeza y dio gracias al cielo por no haberse cruzado en ningún momento con el compañero que se había tirado solo hacía unas horas.

Enfundada ya con su ropa de carretera, salió con su BMW oficial a hacer unos pocos kilómetros y a intentar despejarse un poco. Necesitaba asimilar el extraño polvo de la noche anterior, en especial toda la parafernalia de las ataduras, la fusta y la extraña sensación de sentirse poderosa usando la violencia, aunque fuera moderada. Pero necesitaba también pensar en el asunto que le reconcomía la cabeza desde hacía días sobre las órdenes de sus superiores por las que tenía que esmerarse en poner más multas y, además, comenzar a hacerlo ese mismo día.

Tuvo que ser su pareja de rutas el que la sacara de su ensimismamiento y llamar su atención a través de la radio. Estaba conduciendo demasiado deprisa y no lograba alcanzarla. Cuando por fin el compañero la alcanzó, no sin mucho esfuerzo y hasta jugándose el tipo para recortarle la ventaja que le había sacado en pocos kilómetros, la hizo parar en el arcén y, ya bajados de las motos, se enzarzaron en una fuerte discusión.

Él la recriminaba la forma suicida de conducir, y ella, que no le dejara hacer su trabajo en paz y que se entrometiera en sus asuntos. Ambos alzaron la voz y al final, en mitad de la discusión, salió a la luz el verdadero motivo por el que Alicia estaba tan enfadada. Rehusaba tener que poner multas sin ton ni son porque no le gustaba la idea de la “recaudación”. Pero el compañero, con bastante más experiencia que ella, le hizo comprender que no podía hacer nada y que, si quería conservar el puesto, tendría que pasar por el aro.

Y pese a sus reticencias, finalmente Alicia comprendió que era una batalla perdida y que, por el bien de su puesto, lo mejor era tragar. Había trabajado demasiado durante los últimos años como para tirarlo todo por la borda por un absurdo conflicto ideológico. El compañero le enseñó que, además, las carreteras están plagadas de especímenes realmente peligrosos, y que era bueno localizar a esa gente y sacudirles donde más les duele, en la cartera. Y si se les podía sacar de la circulación a base de retirada de puntos del carné, pues tanto mejor para todos. Al final, eran un cáncer para los demás y Alicia entendió que podría focalizar sus iras contra esos despojos de la sociedad. El compañero le hizo ver que no tenía que sentirse mal por sancionar y atosigar a drogadictos, gente que bebe al volante, todos aquellos que conducen con temeridad y sin respetar las normas y, en general todos los “fuera de la ley”. Piensa en todo el daño que le pueden hacer a una familia que viaja con niños en carretera, le dijo el compañero.

Y funcionó. Durante varios días, Alicia comprobó que cada vez que sorprendía a un fulano en la carretera cometiendo infracciones graves, en la mayoría de los casos, si escarbaba un poco, casi siempre la infracción primera se podía acompañar de otras muchas, tales como papeles no en regla, seguros caducados, ITV sin pasar y muchas otras, incluyendo alcoholemias y positivos en todo tipo de drogas.

Se centró en ese tipo de conductores y, con el tiempo, comprendió que yendo a por ellos, lograba a la perfección dos objetivos. Por un lado, cumplía con su cupo de multas y sanciones, y por otro, sacaba de la circulación a muchos indeseables. Llegó a aprender a detectar ese tipo de infractores solo por su aspecto, y a veces llegaba incluso a parar a más de uno simplemente por su indumentaria y el estado del vehículo, para luego comprobar, una vez parado, que era otro de esos “conductores modelo”.



Pasado un tiempo en el que el asunto ya le funcionaba más o menos bien a pesar de que aún iba algo justa con el cupo de sanciones, un día le pasó una cosa muy curiosa.

Estaba junto a su compañero haciendo su habitual ronda con las motos, cuando sorprendió a un coche circulando a una velocidad mucho más que excesiva. Ella iba detrás del compañero y, justo cuando iban a incorporarse a una carretera comarcal, un coche salió de la nada como un cohete a reacción y a punto estuvo de atropellarlos a los dos. El compañero tuvo buenos reflejos y consiguió evitar el impacto contra el coche, pero al hacer la maniobra de evasión, perdió el control de su moto y se salió de la carretera, chocando directamente contra uno de los peligrosísimos quitamiedos y dejando la moto completamente inutilizada. Alicia, como iba detrás y tuvo algunos segundos más para reaccionar, pudo hacerse bien con la moto y no cayó. Al ver al compañero en el suelo, paró inmediatamente a su lado para socorrerle, pero este le dijo que estaba bien y que saliera corriendo a parar al desgraciado.

―¡Estoy bien! ―dijo el compañero―. No ha sido nada. No tengo nada roto.

―¿Seguro? ―preguntó Alicia un poco asustada.

―¡Sí! ¡Seguro! ―respondió él levantándose―. ¡Ve a por ese hijo de puta y empapélalo!

A Alicia no le hicieron falta más indicaciones. Metió un zapatazo a la palanca de cambios de la BMW y salió disparada en busca de aquel loco. Encendió todas las luces de prioridad y estroboscópicas de la moto, accionó la sirena y comenzó a conducir todo lo rápido que podía, lo que podía la moto, y lo que podía ella. Arriesgaba bastante en curvas y frenadas, pero su pericia y el entrenamiento recibido consiguieron que poco a poco fuera recortando la distancia con el fugitivo. Por fortuna, no era una carretera de doble carril, donde un buen coche podría alcanzar velocidades altísimas y habría sido muy difícil pillarle. Al ser una zona de muchas curvas, algunas de ellas muy reviradas, la moto tenía ventaja por su agilidad y no tardó más que unos pocos minutos en darle alcance.

Cuando finalmente llegó hasta una distancia en la que el conductor suicida podía verla perfectamente por el retrovisor y además escuchar las señales acústicas de su sirena, comenzó a hacerle señales con uno de los brazos para indicarle que redujera la velocidad y se apartara hacia el arcén. Pero aquel loco no le hizo ningún caso y continuó conduciendo como si estuviera huyendo del mismísimo diablo.

Alicia pidió refuerzos por radio porque veía que la cosa no iba a ser sencilla, pero aun así, quería poder controlar ella sola la situación y...



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