Estoy aturdida. No puedo abrir los ojos. Anoche, con las prisas y la excitación con las que llegamos, no cerramos la persiana, y entre las cortinas entreabiertas se cuela un rayo de sol que impacta directamente contra mi cara. Es tanta la claridad que atraviesa el grosor de mis párpados cerrados, que mis pupilas no son capaces de asimilarla y hasta siento un molesto dolor punzante en las sienes. Al final, me despierto del profundo sueño en el que estaba sumida. Me pongo una almohada encima de la cabeza para evitar que la luz siga castigándome y atormentándome, pero ya no hay nada que hacer, imposible volver a dormirme. Me he desvelado del todo.
Sin sacar la cabeza del refugio de las almohadas, palpo la cama buscándote, pero no estás. Las sábanas están aún calientes, pero tu impresionante cuerpo, objeto de mi debilidad, no está. Por un momento, me entristezco y me invade un tremendo sentimiento de vacío. Pienso que ya te has marchado a trabajar y no volveré a verte, pero instantes después, recupero la sonrisa al escuchar el ruido de la ducha. Aún estás conmigo. Podremos desayunar juntos. ¡Me gusta tanto desayunar contigo!
Me levanto de la cama, aún desnuda, y voy sorteando toda la ropa que anoche fuimos dejando tirada por el suelo en el fragor de la batalla. Me acerco sigilosamente al baño, y te espío por la rendija de la puerta que has dejado entreabierta. Doy gracias al arquitecto amigo tuyo que diseñó nuestro aseo, sin mamparas, ni cortinas, ni barreras arquitectónicas de ningún tipo. Sólo un espacio diáfano y abierto, modernista, y en un rincón de la inmensa habitación, la zona de ducha, alicatada en pared y suelo con miles de diminutos azulejos de colores formando un bonito mosaico.
Estás bajo el agua, de espaldas a la puerta, apoyado contra la pared, dejando que el agua impacte sobre tu cabeza y se distribuya en su caída por todo tu cuerpo. Eso me permite ver tu precioso culo, tus fuertes piernas, y tus anchas espaldas. Siempre es estimulante contemplar tu musculado y muy trabajado cuerpo desnudo, pero si además lo tienes totalmente perlado con infinitas gotas de agua formando caprichosos reflejos sobre él, no puedo evitar morderme el labio inferior en un claro gesto de deseo. Me excito de inmediato porque sé lo que voy a hacer. Es imposible que me resista a hacerlo. Nadie podría.
Empujo la puerta con sigilo y delicadeza para que no me oigas, y me adentro justo en el momento en el que el vapor está empezando a empañar el inmenso espejo que cubre una pared entera del baño. Si la habitación ya de por sí es grande, con toda una pared cubierta por completo por un espejo, el efecto de amplitud es sencillamente impresionante. Me miro al pasar por delante de él, y me sorprendo a mí misma con una pícara sonrisa dibujada en los labios. Ya no hay marcha atrás. Sé que lo voy a hacer. Y además quiero hacerlo.
Aún no te has percatado de mi presencia, así que me acerco por detrás de ti y me pego a tu espalda. No puedo verlo pero estoy segura de que en el momento que me has sentido, has sonreído. Te abrazo con fuerza desde atrás, pasando mis brazos bajo tus axilas, y sobo con ansia tu musculado torso, tus tetillas, y esas tabletas abdominales que tanto me enloquecen. ¡Qué placer! Hago que mis manos viajen y exploren toda tu parte delantera, desde el cuello hasta el recortado vello púbico que tanto me gusta. Al principio no quiero bajar más, pero sé que no voy a conseguir aguantarme por mucho tiempo. Tú te quedas inmóvil, mirando hacia abajo, a mis pies, que asoman tímidamente entre los tuyos, y con los brazos extendidos y las manos apoyadas donde estaban. Tienes una en cada pared del rincón, y así, como si estuvieras crucificado, dejas que el chorro de agua de la ducha golpee sobre tu cabeza y se disperse por toda tu espalda, los hombros, el pecho y el resto del cuerpo. Tu cuerpo de pecado.
Apenas me hacen falta unos segundos para conseguir que tengas una erección. Entonces sí, supero la barrera inicial del pubis, y mis manos se van justo hasta donde los dos lo deseamos. Con una de mis mejillas apoyada sobre tu espalda y mis brazos rodeándote alrededor de las caderas, coordino los movimientos de mis manos para que una te asga el miembro mientras la otra te agarra tus depilados testículos. ¡Están tan suaves! Comienzo una lentísima y muy sensual masturbación y tú no puedes evitar emitir un casi imperceptible gemido. Lo he sentido más a través de la vibración de tu espalda contra mi mejilla y mi oído que por haberlo escuchado, amortiguado por el constante ruido del agua.
Pero ni tú quieres que te masturbe ahora, ni yo quiero quedarme sólo en eso. En un rápido movimiento, y sin desplazar tus pies del suelo, me agarras de uno de los brazos y tiras de mí, casi con brusquedad, para colocarme delante de ti, aprisionándome en el espacio que queda entre tu robusto cuerpo y el rincón. Me aplastas contra las dos paredes y comienzas a comerme la boca como si fuera lo último que pudieras hacer antes de morirte. Mientras lo haces, mis manos te rodean, te abrazan y recorren tu espalda, casi arañándote con las uñas, y tú me muerdes los labios con desesperación, agarrándome los pechos con tremendo frenesí, casi con violencia.
Pero tampoco hemos venido al baño a besarnos y magrearnos. Anoche llegamos a casa demasiado excitados y un poco achispados por el alcohol, y apenas hubo preliminares antes de hacer el amor. Prácticamente nada más posarnos sobre el colchón, nos acoplamos, casi como animales en un acto salvaje, y todo duró apenas unos minutos. Pero quedamos tan rendidos que caímos dormidos inmediatamente después del orgasmo. Anoche, tanto tú como yo, echamos en falta algo más de picardía, de sensualidad, pero sobre todo, echamos de menos más prolegómenos. Así que si anoche no hubo algo que es casi siempre imprescindible en nuestros preliminares, ahora sí lo habría.
Tus manos sueltan mis pechos y se van hasta mis hombros. Interrumpes el beso, me miras a los ojos y nos sonreímos. Los dos sabemos lo que va a pasar. Y los dos lo queremos. Me empujas muy suavemente hacia abajo. Tu mayor fuerza hace que mis piernas tengan que flexionarse, y mi espalda comienza a resbalar por los azulejos de la pared hasta obligarme a sentarme en el suelo. Tú te mantienes de pie y abres las piernas lo suficiente para que tu erguido miembro quede a la altura de mi cara. Dudas por un segundo qué hacer, si lanzarte o dejar que sea yo la que lleve la iniciativa. Pero yo lo soluciono enseguida. Metiendo mis brazos por debajo de tus piernas, te agarro de las nalgas y te doy un fuerte azote sobre una de ellas. Luego las empujo contra mí y te obligo literalmente a metérmela en la boca. Aún sabe a mí y a los restos del sexo de anoche, pero me da igual. Al fin y al cabo es mío, y además, el agua de la ducha todo lo limpia y lo purifica.
Cuando queremos darnos cuenta, tú ya has empezado a mover las caderas hacia delante y hacia atrás. Yo estoy atrapada entre tu miembro y la pared y no puedo hacer nada salvo dejarme llenar la boca y disfrutar de algo que me encanta y me vuelve loca. Alterno los masajes en las nalgas con otros en los testículos de vez en cuando. Sólo cuando algunas veces pierdes un poco el control y aprietas demasiado contra mi garganta, me veo obligada a ponerte las manos sobre los muslos y empujarte levemente para evitar la arcada y ahogarme. La pared es mi límite y a veces me cuesta respirar. Lo entiendes a la primera y casi hasta me pides perdón con los ojos, mirando hacia abajo, pero no la sacas del todo. Yo tampoco quiero que la saques. Quiero seguir engulléndote, degustándote, disfrutándote... Quiero que sigas sin abandonar mi boca, proporcionándome uno de los placeres más exquisitos que puedan existir.
A veces intento mirar hacia arriba para buscar tus ojos. No hay nada más sensual y estimulante que mirar a los ojos de tu chico cuando le estás haciendo una felación. Pero no puedo hacerlo muy bien. La incesante lluvia de agua y los millones de gotitas que salpican tras chocar contra tu cuerpo, caen sobre mi cara y me impiden mantener los ojos abiertos. Al final, opto por cerrarlos y continuar comiéndotela como lo había estado haciendo hasta ahora, a ciegas, para incrementar la concentración y el placer. El de ambos.
A veces me tomo un descanso por el bien de mi mandíbula, y aunque tenga que mantener los ojos cerrados, elevo la cara y abro la boca de par en par, sacando la lengua para que se me llene de agua. Cuando está llena del todo, te la escupo con toda la presión que puedo sobre el glande, justo en el orificio, mientras te aprieto los testículos con cierta fuerza, siempre sin lastimarte. Te vuelves loco de puro placer.
Continúo con la felación hasta llegar a un punto en el que casi ni tú ni yo podemos aguantarnos más. Pero no queremos terminar así. Aunque no habría sido la primera vez que eyacularas en mi boca, hoy los dos queremos algo más. Y sobre todo, queremos prolongar esta ducha tan placentera el máximo tiempo posible.
Cuando detecto que no resistirás mucho más y que si sigo chupándotela explotarás irremisiblemente, me levanto del suelo con tu ayuda, y vuelvo a buscar tu boca. Nos enredamos otra vez en un apasionado abrazo, besándonos con urgencia, casi hasta con violencia, y nos mantenemos bajo la fina lluvia de agua tibia al menos diez minutos más. Diez minutos en los que aparte de besarnos y luchar con nuestras lenguas, nos acariciamos, nos frotamos, nos abrazamos y nos amamos. Yo siento tu gran erección apoyada contra mi vientre y pulsando mi ombligo, y eso me excita cada vez más. Pero deseo que ese miembro no se apoye contra mí, sino contra mi interior, contra las paredes internas de mi sexo. Me muero por sentirla dentro, por tenerla hundida hasta el fondo, por hacerla desaparecer y enterrarla entre mis piernas, por acogerla en mis entrañas.
Como si me hubieras leído el pensamiento, me agarras un muslo por la parte trasera de la pierna y lo elevas hasta encajarlo alrededor de tu cadera. Luego haces lo mismo con el otro y yo tengo que agarrarme a tu fuerte cuello, rodeándolo con mis brazos para no caer al suelo. Así, literalmente colgada de ti, y con la espalda apoyada contra la pared, espero a que me penetres. No me haces esperar mucho. En esa postura, y con mis piernas tan abiertas, mi sexo queda totalmente expuesto e indefenso para tu ariete. Lo embocas, posando por unos segundos solamente la cabeza en mi entrada, y ambos contenemos la respiración. Luego, yo elevo ligeramente las caderas para facilitarte la entrada, y sin miramientos, me embistes enterrando tu inmenso miembro hasta lo más profundo de mi ser.
Tras el primer empellón, nos quedamos quietos los dos, aún acoplados. Nos miramos y nos entra la risa, que se mezcla con nuestros primeros gemidos. Luego me agarras por las nalgas, y aplastándome literalmente contra la pared, me follas de forma casi salvaje mientras el agua caliente continúa cayendo sobre nosotros y empañando el inmenso espejo, que ya apenas es capaz de reflejar ninguna imagen nítida.
Tus empujones son fuertes y a cada uno que recibo, mi pequeño cuerpo comparado con el tuyo es golpeado en la espalda contra la pared. Algunas de las veces, los topetazos son tan fuertes que no puedo ni siquiera sujetarme bien y me llevo algún coscorrón en la cabeza contra el muro. Para evitarlo, me aferro con más fuerza a tu cuello y hundo mi cara en el hueco que hay entre tu hombro y tu cuello. Hacía mucho que no lo hacíamos en la ducha, y entre la violencia del acto, el esfuerzo físico de los dos, y el agua que no cesa de caer sobre nuestras cabezas, a veces nos es difícil hasta respirar.
La velocidad de tus embestidas es ahora mismo tremenda, pero ni tú ni yo nos corremos aún. La postura no es demasiado cómoda para terminar así, y es posible que eso influya en que aún no seamos capaces de alcanzar el deseado orgasmo. Además, acabamos de empezar y queremos prolongar el momento tan especial que estamos viviendo un rato más.
En una de las embestidas más fuertes, te resbalas y perdemos el equilibro. Yo apenas puedo hacer nada porque mis pies están en el aire y mis piernas rodeando tus caderas. El resbalón, añadido a tu agotamiento físico por el brutal esfuerzo de follarme y sujetarme en el aire al mismo tiempo, hace que te vayas agachando poco a poco hasta el suelo para que no caigamos de golpe. Aún así, yo me doy una buena culada contra el suelo y otro testarazo en la cabeza contra la pared, aunque afortunadamente no ha sido muy fuerte. Tú te golpeas en una de tus rodillas y emites un fuerte grito que se confunde con los gemidos provocados por el acto sexual que estamos ejecutando. Por suerte, también es un golpe sin mayor trascendencia.
A los dos nos entra la risa floja, y aún sin dejar de penetrarme ni un solo segundo durante toda la caída, nos desternillamos. Ya en el suelo, tú sentado y yo a horcajadas sobre ti y con tu pene encajado hasta el fondo de mi vagina, seguimos con lo que estábamos haciendo. Las risas y carcajadas de los dos provocan que nuestros estómagos se muevan sin control. Y en mi caso, los rebotes de las carcajadas en mi vientre se reflejan en pequeñas contracciones y vibraciones en mi vagina, que estimulan de forma imprevista tu pene en su interior. Esas contracciones, rápidamente te excitan de nuevo y, casi sin que me lo espere, te pones serio otra vez y sigues con lo estabas haciendo antes de caernos, ¡follarme!
Me abrazas por debajo de las axilas, tomando así el control total de mi peso y mi cuerpo, y me subes o me bajas a voluntad para ensartarme tu miembro hasta la empuñadura o para librar mi sexo del tuyo momentáneamente para luego volver a dejarme caer, abriéndome en canal.
Después de un buen rato haciendo el amor sentados, te cansas de esa posición y me tumbas en el suelo para hacerlo de forma horizontal. Ahora mi espalda descansa contra el piso, y tú te encaramas sobre mí para hacer la célebre postura del misionero. En esa nueva posición, continuamos haciendo el amor apasionadamente un buen rato más, pero el duro suelo termina por hacer mella en tu lastimada rodilla y comienzas a sentir dolor en ella. Me abrazas con fuerza, metiendo tus brazos por debajo de mis riñones, y me haces rodar para invertir las posiciones, de forma que ahora eres tú el que queda tumbado bocarriba, y yo sentada sobre ti, empalada en tu miembro y con las rodillas apoyadas en tus costados y sobre los resbaladizos azulejos del suelo. Así aguantamos otro rato más en el que soy yo la que sube y baja mis caderas, apoyándome con fuerza sobre tu pecho para no perder el equilibrio, y para lograr aumentar poco a poco la velocidad de las penetraciones.
La ducha sigue empapándonos incesantemente en una interminable lluvia de agradable agua caliente. El baño entero parece ya una sauna, y hay tanto vapor y tanta niebla que apenas se ve ni el mobiliario, ni la puerta. El espejo hace ya mucho rato que no refleja nada y ha empezado a llorar con grandes goterones fruto de la condensación. Mis rodillas también sufren después de un rato con esta práctica, y así te lo hago saber. Tú, caballero como siempre, cambias de táctica y haces que nos desacoplemos. Me tumbas cuidadosamente otra vez en el suelo y me pides que extienda todas mis extremidades, de forma que quede como un aspa. Te pones de pie y coges el mando de la ducha. Regulas el caudal y la presión de agua que sale por la alcachofa, para que no sea excesiva, y desde una cierta altura, comienzas a regar todo mi cuerpo. Evitas mi cara para que no me ahogue y pueda respirar, pero haces que el difuminado chorro de agua pase por el resto de mi cuerpo. Te recreas en mis pechos y en mi vientre. Luego saltas hasta los pies, y poco a poco haces que el agua recorra mis abiertas piernas, siempre por la cara interna de los muslos. Al principio evitas también mi sexo, pero al final diriges el chorro allí y yo no puedo evitar comenzar a gemir.
Después de unos segundos bañándome y estimulándome la entrepierna con el agua desde la altura, que me recuerda a las innumerables veces en que me masturbo de forma similar, aumentas la presión del chorro y subes un poco la temperatura del agua. El efecto es inmediato. Me pongo como una loca y no puedo evitar emitir gemidos mucho más fuertes. Viendo el resultado, giras el pomo del mando y conviertes el chorro difuminado en uno mucho más fino pero con más presión, la máxima que permite la alcachofa, y vuelves a hacer un recorrido con ese chorro más potente por todo mi cuerpo. Subes por mi ombligo, pasas entre mis pechos, me castigas ambos lados del cuello, y haces que el agua golpee con fuerza en mis axilas. A veces trato de protegerme cuando siento algo de dolor en alguna zona por la gran presión del agua, pero cuando lo hago, diriges el chorro a mi cara y entiendo a la primera que debo permanecer quieta y abierta, sumisa.
Cuando recupero la posición de aspa, continúas con la exploración del chorro y haces círculos con el mismo alrededor de mis pechos. Cuando enfocas en alguno de los pezones el dolor es demasiado fuerte y me encojo, así que en las siguientes pasadas evitas dejar el chorro fijo en un único punto, castigando demasiado al pezón. En su lugar, lo rodeas constantemente para que el dolor sea soportable. Luego bajas otra vez por el ombligo y allí sí, dejas que el chorro golpee con fuerza y que el agua salpique por todas partes. Segundos después, continúas bajando y diriges el chorro hacia mis ingles, evitando que impacte directamente en mi sexo, y hacia el pequeño hueco que queda entre mi ano y el suelo. El agua y el murmullo al golpear en esa zona hueca, suena con fuerza en todo el baño y el vapor sigue saliendo, aumentando la densa niebla que ya se ha formado en toda la habitación.
Enfocas el chorro hacia mi sexo, pero también ahí es doloroso para mí y me encojo. Para evitarlo, mueves el chorro constantemente para no dejarlo todo el tiempo en el mismo sitio. Masajeas mi clítoris con el agua, haciendo mil pasadas alrededor de él, y mi excitación ya es tanta que casi no soy capaz de controlar mis actos.
Una de las veces que el dolor es un poco más intenso, no puedo evitar encogerme en un acto reflejo y me coloco de lado y en posición fetal para protegerme. No puedo soportar la fuerza de tanta presión del agua directamente en mi sexo. Pero al ponerme de lado, he dejado mi retaguardia expuesta y a la vista, y tú no puedes evitar que por tu mente pase una nueva perversión.
Vuelves a colgar la ducha en su sitio, con el chorro disperso otra vez, y te abalanzas sobre mí para seguir besándome, abrazándome y magreándome. Me giras del todo y me colocas bocabajo en el suelo. Sin que yo me diera cuenta, coges uno de los botes de gel de la repisa, y viertes una gran cantidad de su contenido sobre mi espalda. Inmediatamente, y por la gran cantidad de agua que sigue cayendo sobre los dos, el gel comienza a hacer abundante espuma, y pronto mi cuerpo está casi totalmente cubierto por las blanquecinas y diminutas burbujas de jabón que componen la espuma, millones de burbujitas.
Comienzas a masajearme la espalda y los hombros, y de vez en cuando bajas hasta los riñones, la zona lumbar y mis nalgas. Te sientas sobre mis piernas, obligándome a cerrarlas, y te dedicas durante una gran cantidad de tiempo a sobarme y a tocarme los glúteos. Yo sigo sumisa y dejándome hacer, porque me encanta todo lo que me haces, jadeando y gimiendo en el suelo, y sintiendo el tremendo placer que me produce el masaje de tus manos embadurnadas de espuma y jabón. Alguna de las veces, pasas los dedos muy profundamente por el canal que forman mis nalgas. Nunca hemos sido muy activos analmente, pero hoy me has excitado tanto y el jabón ha facilitado tanto las cosas, que esas caricias y roces tan cerca de mi ano me están volviendo loca.
La espuma sigue aumentando cada vez más. Además, hemos tapado el sumidero con mi vientre, y casi todo el baño se está encharcando. Pero en estos momentos todo nos da igual. Sigo tumbada bocabajo, pero ahora abierta de par en par porque te has colocado de rodillas entre mis piernas. Te muestro mi sexo y mi retaguardia, provocándote constantemente, elevando el culete para que no dejes de masajearme las nalgas, el ano y mi sexo, todos ellos impregnados con un montón de espuma. Estoy tan excitada por las caricias que pasan demasiado cerca del ano, que aunque no lo hemos hecho nunca, hoy quiero que intentes penetrarme por ahí. Creo que tú también te has dado cuenta de ello y lo deseas igualmente.
En un momento dado, te pones de pie y cierras el grifo de la ducha. La única razón, aparte de por el encharcamiento, que ya llega hasta la puerta, es porque el agua se lleva casi todo el gel y la espuma de mi cuerpo, y los vamos a necesitar. Luego coges otra vez el bote y, apretándolo con fuerza, casi con furia y desesperación, echas otro abundante chorro justo en mi rabadilla y por el valle que forman mis glúteos. Tiras el bote a un lado, y vuelves a masajearme otra vez toda la zona.
Te recreas pasando los dedos desde mi rabadilla hasta mi sexo, y en ocasiones, metes un par ellos impregnados de jabón en mi vagina. Yo elevo el culo hacia arriba y te invito a que profundices un poco más, pero el efecto que consigo es otro. Al elevar el culete, lo tomas como una invitación a explorarme por ese lado, así que sacas los dedos de mi sexo y extiendes todo el jabón que puedes juntar justo en mi entrada posterior. Luego, con un sólo dedo, el índice, comienzas a hacer suaves pasadas sobre el orificio, y en cada una de ellas presionas un poco más. En pocos minutos consigues meter la primera falange, y yo siento un ligero escozor, mezcla del jabón que se me ha introducido y del dolor que me produce la intromisión en mi ano virgen. Pero a pesar de la molestia inicial, me gusta, y en cuestión de minutos vuelvo a excitarme muchísimo. Gimo, jadeo y muevo mis caderas para facilitarte la labor e invitarte a que sigas profundizando más.
Pero ni tú ni yo queremos quedarnos sólo en el dedo. Los dos somos vírgenes en estas lides, pero también queremos dejar de serlo hoy. Estirándote, vuelves a coger el bote de gel, y esta vez lo que embadurnas es tu grueso pene. Te pones una generosa cantidad de jabón en la cabeza del miembro, y haces varias veces el movimiento de la masturbación, que tan bien conoces, hasta lograr extender el jabón por toda la longitud del pene. Incluso los testículos quedan totalmente blanquecinos por la gran cantidad de gel aplicado. Y todo ello lo haces mientras yo giro la cabeza para mirarte, comprobar lo que haces, sonreírte y provocarte, al tiempo que elevo y muevo repetidamente mis posaderas haciendo círculos.
Sin pensarlo mucho más, te tumbas sobre mí y diriges tu miembro hacia mi canalillo posterior. No tratas de penetrarme al principio. Solo comienzas a pasar el glande por toda la longitud del valle, y haces extensos recorridos desde la rabadilla hasta mi sexo. Por un momento, piensas si penetrarme vaginalmente o no, pero luego te das cuenta de que si lo haces, eliminarás la gran mayoría del jabón que lubrica tu miembro, y nos costará más hacer lo que los dos deseamos que hagas ya.
Embocas el glande justo en mi entrada trasera, y presionas levemente. Yo gimo con cierta fuerza al notar cómo mi anillo es empujado, y siento algo de dolor. Nos va a costar un poco, pero puesto que los dos queremos hacerlo y tenemos todo el tiempo del mundo, iremos poco a poco. Haces una segunda intentona y esta vez sí, tu glande se cuela dentro repentinamente al vencer la resistencia del esfínter. Yo siento una tremenda punzada. Me ha dolido bastante y te pido que pares. Te quedas quieto y respetas mis tiempos. Sabes que no hay otra forma de hacerlo. La sacas poco a poco, y yo siento algo de alivio al poder cerrarme otra vez, pero inmediatamente te pido que lo vuelvas a intentar.
Repetimos el esfuerzo, y esta vez sí, gracias al jabón que había entrado la primera vez, mi esfínter tolera mejor y con menos dolor la invasión. Nos quedamos quietos por unos segundos más, dándonos el tiempo suficiente para acostumbrarnos, especialmente yo, y cuando parece que el dolor se mitiga un poco, yo misma elevo el trasero, como queriendo buscar el resto de la penetración. Sin negármelo por más tiempo, empujas lentamente hacia abajo, y tu inmenso pene comienza a abrirse camino centímetro a centímetro en el interior de mi recto. Cada centímetro que avanzas, aumenta por igual mi dolor y mi placer. Ambos son tan intensos que no soy capaz de diferenciarlos, y mientras que por un lado quiero que pares, por el otro deseo fervientemente que llegues hasta el fondo de mis entrañas y sentir cómo tus testículos se aplastan contra mi sexo mientras tu pene me llena por completo.
Cuando llegas hasta el final, vuelves a otorgarme unos pocos segundos más para acostumbrar mi esfínter a semejante dilatación, ya que tu pene es muy grueso en su base. Luego comienzas a sacarla de nuevo poco a poco, tan lentamente como la has metido. La sacas del todo y sostienes tu peso en tus rodillas y tus brazos, que permanecen apoyados en el suelo a los lados de mi cuerpo. Yo suspiro, quizá un poco aliviada por poder volver a cerrar mi anillo, pero enseguida vuelvo a cimbrear el trasero para invitarte a que me penetres de nuevo. Te quiero dentro otra vez.
Sin pensártelo dos veces, vuelves a colocar la cabeza en mi entrada, y esta vez con mucho menos esfuerzo, me la metes casi de una sola estocada hasta el fondo. Emito un pequeño grito de dolor por haber sido un poco más violento que la vez anterior, pero me arrepiento de haberlo hecho nada más emitirlo. Por nada del mundo quiero que te asustes y no continúes. Ahora quiero no sólo tenerte dentro, sino también que comiences a bombear con fuerza. Ya no me duele, y sin embargo, estoy ansiosa por sentir la dilatación, el roce y la fricción. Cada vez que la metes y la sacas, me estremezco entera, y enseguida aprendo que el placer no se produce sólo al dilatar el esfínter, que también, sino al mantener un movimiento constante, tanto de entrada como de salida, y por lo tanto, una fricción en el estriado orificio.
Mis movimientos de cadera pronto logran que tú comiences a bailar detrás de mí, y tu pene entre y salga de mi ano cada vez con mayor facilidad y velocidad. Si a mí me produce placer, el que tú experimentas también es brutal, y así me lo haces saber. La mayor estrechez y menor elasticidad de mi entrada posterior, comparadas con mi sexo, hacen que la presión sobre tu pene sea mayor de la que estás acostumbrado, y por lo tanto, tu placer es mucho mayor, especialmente cuando la cabeza del pene es comprimida y friccionada por mi estrecho orificio.
Aunque en el suelo no estamos muy cómodos, los dos lo estamos pasando de maravilla con esta nueva práctica que acabamos de descubrir. Tú continúas embistiéndome, pero tus rodillas se quejan de vez en cuando, por lo que en un momento dado, dejas de penetrarme y, agarrándome por las caderas, tiras de mí hacia arriba para que me ponga a cuatro patas. Obedezco sin rechistar porque hoy, cualquier cosa que me propongas te la voy a aceptar. Pero estoy tan agotada y dolorida, que casi no puedo soportar ni mi propio peso sobre mis manos, así que me apoyo con los codos y los antebrazos en el suelo. De esta forma, mi trasero queda mucho más elevado y mucho más expuesto, ofrecido a ti por completo. Como parte del jabón ya ha desaparecido, vuelves a echarme un generoso chorro sobre la rabadilla y lo extiendes otra vez. Esta vez usas tu propio pene para repartirlo por mi ano. Metes otra vez un dedo en mi interior, y aunque me estremezco y me gusta, enseguida me doy cuenta de que me produce mucho menos placer que tu grueso falo. Se acaban de conocer, y mi ano ya lo echa de menos.
Sin pensármelo dos veces, me incorporo un poco, me giro ligeramente, cogiéndote el miembro directamente con la mano, y lo dirijo otra vez hasta mi entrada estrecha. Cuando siento que está justo en la puerta, me inclino hacia atrás con cierta fuerza, y yo misma me penetro con tu ariete. Una vez dentro, vuelvo a posar los codos sobre el suelo, y sumisa, me preparo para recibirte tantas veces como tú quieras entrar y salir de mí. Soy toda tuya hoy.
Me agarras por las caderas, y sin más capacidad para seguir alargando el acto, te abandonas a la carrerilla final para culminar en mi interior. Yo también estoy a punto de llegar a mi orgasmo, y te pido, casi te suplico, que no pares en este momento. Aunque tú hubieses querido, tampoco podrías haber parado, y sin soltarme las caderas, casi clavándome tus dedos en ellas, empiezas a bombear con toda la velocidad que te es posible, mientras tu pelvis choca con violencia contra mis glúteos. Tus testículos, por el efecto catapulta, golpean rabiosamente contra los labios externos de mi sexo y contra mi clítoris, volviéndome completamente loca de placer. Mis pechos no paran de bambolearse por efecto de cada una de las embestidas, y los dos llegamos a un punto en el que necesitamos terminar, estamos físicamente agotados y extenuados, y nuestros orgasmos anuncian su llegada.
Finalmente, comienzas a gritar de forma totalmente desgarradora, y tu berrido coincide con la llegada de mi brutal apogeo. Mi vagina se contrae bruscamente por ese tremendo clímax, y de forma refleja, mi ano hace lo mismo, haciendo así que la presión y la succión sobre tu pene sean aún mayores. Justo en el momento en el que tú comienzas a eyacular, presionas con tu pelvis todo lo que puedes hacia delante y tiras con las manos hacia atrás de mis caderas, y sin dejar de gritar, empiezas a descargar chorros y más chorros de tu ardiente crema en mi interior. Son muchas las descargas que produces, y yo experimento una de las cosas más extrañas que he sentido en toda mi vida, al notar el ardiente semen en el interior de mi recto. No sé si es escozor, picor o simplemente ardor por la temperatura, pero lo cierto es que me abrasa por dentro.
Cuando por fin, después de casi dos minutos vaciándote dentro de mí, terminas de eyacular, quedas tan exhausto que no puedes ni mantenerte erguido. Dejas que tu cuerpo se desplome sobre el mío, sobre mi espalda, y desfalleces. Yo también estoy tan cansada que no tengo fuerza para soportar tu peso, así que los dos terminamos por dejarnos caer, tumbándonos uno al lado del otro en el encharcado suelo de la ducha.
Tardamos muchos minutos en recobrar el aliento y una respiración normalizada. Ha sido uno de los mejores polvos que hemos echado jamás, y los dos nos sentimos felices pero exhaustos. Permanecemos tumbados en el suelo, de lado, en la posición de la cucharita, casi quince minutos más, tú besando mi nuca, abrazándome, sonriendo los dos, hiperventilando. No tenemos fuerzas ni para movernos.
Finalmente, cuando conseguimos recuperarnos un poco, nos ayudamos mutuamente a levantarnos, y nos abrazamos y besamos con gran pasión. Luego volvemos a abrir el grifo de agua caliente y nos duchamos el uno al otro con gran mimo y cuidado, especialmente mi dolorida retaguardia, que escuece de lo lindo.
Cuando terminamos de ducharnos, nos vestimos, ya en el dormitorio, y bajamos a la cocina para desayunar. Mientras yo preparo unos huevos revueltos con jamón y unas tostadas de pan, tú haces una cafetera bien cargada y un delicioso y reparador zumo de naranja. Desayunamos entre besos, caricias, arrumacos y abrazos. ¡Y es que me encanta desayunar contigo! Quizá sea uno de los mayores placeres del mundo.
Miras el reloj y te das cuenta de que hoy vas a llegar tarde a trabajar. Coges tu mochila y tu casco, y te diriges hacia la puerta de salida, mientras yo te sigo por el pasillo con una sonrisa bobalicona en los labios. Ya con la puerta de la calle abierta, te das la vuelta hacia mí, me agarras la cabeza entre tus manos y me das un maravilloso beso de despedida y las gracias por haber hecho el esfuerzo de levantarme a desayunar contigo. Cierro la puerta, y me voy a la ventana para ver cómo desapareces, calle abajo, montado en tu ruidosa moto.
Gracias por haber leído este relato.
Espero que haya sido de tu agrado.
Me llamo Hamaya Ventura y puedes
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