Alicia, a sus escasos 23
años, está a punto de licenciarse y terminar la carrera. Es una estudiante
modelo y, aunque no es la mejor de su promoción, Ciencias Económicas y
Empresariales, ha ido sacando y aprobando todas las asignaturas de los últimos
cinco años de carrera.
Su éxito siempre ha
consistido en planificarse bien. A diferencia de la mayoría de sus compañeros
de clase y amigos, ella siempre supo dosificar y calcular el esfuerzo que le
llevaría superar cada asignatura. Y en el concepto “superar”, además del
aprobado, también incluía no renunciar a su propia vida. Hincar los codos y
encerrarse en una habitación o en una biblioteca a estudiar no lo era todo en
la vida para ella. También valoraba otras cosas, como los amigos, la familia,
algún novio o ligue que tenía de vez en cuando y, sobre todo, sacarle todo el
jugo posible a la vida. Por ello, en la balanza siempre ponía tanto el esfuerzo
necesario para lograr sus objetivos académicos, como las necesarias válvulas de
escape que le permitieran disfrutar de su juventud. ¿De qué le iba a servir ser
una cerebrito si a cambio habría de perder sus mejores años?
No. Ella no hacía las
cosas así. Ella dosificaba y se marcaba objetivos fácilmente alcanzables que le
permitiesen ir dando una de cal y otra de arena, ir aprobando poco a poco las
asignaturas, pero también acudir a fiestas, irse de vacaciones, socializar con
amigos, echar alguna canita al aire de vez en cuando y, en definitiva,
disfrutar de la vida.
Por eso, nunca atacaba
todas las asignaturas de un mismo curso de golpe, como hacían la mayoría de sus
compañeros. Ello podría suponer no tener más remedio que renunciar a su vida
para sacarlas, y además arriesgarse a que por intentar abarcar mucho, alguna no
la aprobase o que sus notas fueran más mediocres.
Ella prefería dividir las
asignaturas de cada año más o menos en dos bloques, y atacar unas pocas durante
el curso, y otras tantas durante el verano. Así, conseguía no agobiarse
demasiado, pues no necesitaba infinitas horas de estudio, y además se podía
permitir salir los fines de semana a divertirse, lo que además suponía una
auténtica válvula de escape que le servía para recargar pilas y afrontar la
semana con energías y optimismos renovados.
La fórmula le había
funcionado magistralmente durante los cinco años que había estado en la
facultad. Y en el verano del último año, con todo ya planificado, había dejado
tres asignaturas para que su salida de la universidad fuera por la puerta
grande, a curso por año y sacando todas las asignaturas con una nota promedio
de notable.
Tal era su planificación,
que había calculado que, tras el verano, y al terminar los últimos exámenes,
dando por sentado que los aprobaría todos y habría concluido la carrera, podría
comenzar a trabajar en el mismo mes de septiembre. Pertenecía a una buena
familia, adinerada y muy bien relacionada, y su padre había conseguido que un
amigo suyo la colocara en su empresa para dar comienzo a su nueva etapa
laboral.
Todo era perfecto, todo
estaba calculado y solo hacía falta que el verano siguiera su curso, que Alicia
estudiara las horas que se había marcado, disfrutar del estío, especialmente
por las noches, y que las fechas de los exámenes finalmente llegasen a término.
Y así sucedió. Planificó
sus mañanas estivales estudiando en el apartamento que su familia había
alquilado en la playa y se programó un verano sin agobios. No madrugaba mucho,
pero tampoco se quedaba en la cama hasta tarde. Solía levantarse a la misma
hora que su padre y, juntos, dedicaban la primera hora de la mañana a correr un
poco por la playa para despejar la mente y tonificar el cuerpo. Luego regresaba
al apartamento, se daba una buena ducha, desayunaba, y dedicaba el resto de la
mañana al estudio. Hacerlo en la terraza, con las vistas del mar, la yodada
brisa fresca, y su música, que la acompañaba a todas partes en su teléfono
móvil, lo hacían realmente fácil y placentero. Se concentraba desde el minuto
uno de sentarse a estudiar, no perdía el tiempo y, como pasaba la mañana sola
en el apartamento, sin interrupciones de nadie, le cundía muchísimo el tiempo y
lo aprovechaba muy bien. Eso le permitía luego disfrutar de una larga y
agradable sobremesa con su familia después de comer, echarse una buena siesta,
y bajar un rato por la tarde a la playa a tomar el sol, pasear y bañarse un
rato en el mar.
También, la mayoría de
los días salía por la noche por el pueblo turístico donde estaban de
vacaciones. Algunas veces era a cenar en alguna terraza del paseo marítimo con
su familia y, otras, era para hacerlo con la pandilla de amigos que había hecho
con los años, pues siempre veraneaban en el mismo sitio y ya había hecho un
grupo de amigos bastante estable. Hasta se permitía algunas veces el lujo de
trasnochar y acudir a las discotecas de moda del lugar. Siempre había sido una
chica muy responsable y sus padres confiaban plenamente en ella. Y con la edad
que tenía, ya no tenían autoridad moral para prohibirla absolutamente nada.
Pero el verano terminó,
los exámenes llegaron y las cosas se torcieron para Alicia. Su exquisita
planificación se fue al traste de un día para otro, y todos sus planes se truncaron.
Solo había dejado tres asignaturas para ese verano, y de las tres, una de ellas
era de las que denominaban “asignatura María”, que suelen ser las fáciles y que
son de puro trámite y para rellenar el currículo más que otra cosa. Se llamaba
“Historia del Pensamiento Económico”, y quizá por ser menos importante que las
otras dos, Alicia no la preparó tanto. Bueno, en realidad sí la preparó, pero
jamás pensó que se le fuera a atragantar.
Ya al salir de cada uno
de los tres exámenes supo que iba a tener dos sobresalientes y un suspenso. No
era tonta y sabía perfectamente cómo le había salido cada examen. Y así fue.
Estuvo inquieta y nerviosa hasta que las notas de septiembre fueron publicadas
y, cuando finalmente acudió a comprobarlas, constató lo que ya sabía. Había
suspendido “Historia” y eso desbarataba todos sus calculados planes.
Era la primera vez en su
vida que suspendía una asignatura. No lo había hecho nunca en el colegio, ni en
el instituto, y mucho menos en la universidad. Se llevó el disgusto de su vida
y lloró amargamente por el absurdo traspiés que había dado. Era una horrible
mancha en su expediente, y le dolía casi más el hecho de que hubiese sido al
final de la carrera y en una asignatura fácil que cualquier otra cosa. Le
molestaba el suspenso, le molestaba tener que contárselo a su padre, tan
orgulloso como estaba de ella, y le molestaba sobremanera que aquel tropezón
diera al traste con su meticulosa planificación y con la posibilidad de
comenzar a trabajar apenas unas semanas después, ya terminado el verano.
Siempre cabía la
posibilidad de volver a matricularse al año siguiente de una única asignatura y
sacarla mientras trabajaba al mismo tiempo. Sabía que podría hacerlo fácilmente,
pero eso, en la cuadriculada y, hasta cierto punto inmadura cabeza de Alicia,
era un problema tremendo.
Tras varios días de
berrinche, de martirizarse por no haber estudiado más y de culpabilizarse por
no haber sido más lista, finalmente se lo contó a su padre, quien lejos de
regañarla, le dio todos los ánimos del mundo y le aconsejó dos cosas. Primero,
que fuera a la revisión del examen y comprobase si había alguna posibilidad de
que todo fuera un error y que el examen estuviera corregido “a la baja” y se
pudiera levantar la nota. Y segundo que, si finalmente no era posible y el
suspenso era inamovible, que no se preocupara más y que se pusiera a trabajar
en el prometido puesto de trabajo de su amigo, pero con la firme promesa de que
no abandonaría esa asignatura y que terminara la carrera al año siguiente.
A regañadientes, y entre
lágrimas, finalmente accedió a seguir los consejos de su padre y se preparó
para la revisión del examen. Repasó de nuevo todos los temas que había
estudiado durante el verano, volvió a escribir los enunciados de las preguntas
que le cayeron en el examen y, junto con las respuestas que ella había dado,
preparó algunas estrategias para poder interpretar mejor con el profesor todas
las respuestas que ella había escrito en la prueba. No tenía muchas esperanzas,
sabía que el suspenso era justo, pero al menos lo intentaría.
Solicitó la entrevista
con el profesor que le había impartido la asignatura, y que también había
propiciado su suspenso, y acudió al departamento de la universidad donde el
mismo tenía su despacho. Su estrategia era puramente académica y, perteneciendo
como pertenecía a una buena familia, se esforzó por causar una buena impresión,
ir bien vestida y cuidar sus modales y su educación al máximo, tratando de
sacar el máximo partido de la reunión y hacerle ver al maestro que no era una
alumna cualquiera.
Al llegar a la puerta del
departamento de Historia, Alicia picó suavemente con los nudillos y esperó
respuesta. Como no la obtuvo, volvió a llamar con un poco más de vigor, pero
esta vez abrió con cuidado la puerta y, asomando un poco la cabeza, preguntó:
―¿Hola? ¿Señor Prieto?
¿Puedo pasar?
El tal señor Prieto, que
era el profesor de Alicia, estaba concentrado corrigiendo unos exámenes en su
mesa, casi escondido tras unas torres inmensas de papeles y libros, y no había
escuchado ni la primera ni la segunda vez que Alicia había llamado a la puerta.
Alicia insistió, esta vez algo más fuerte, y finalmente logró captar su
atención.
―¡Oh! ―exclamó―. Señorita
Alcaraz, pase, pase. No se quede ahí, por favor. La estaba esperando.
―Muchas gracias
―respondió ella―. Buenas tardes señor Prieto. Soy Alicia Alcaraz. Venía por lo
de la revisión de mi examen.
―¡Sí, sí! ―exclamó el
profesor― Por aquí lo tengo preparado. Pero siéntese, por favor. Y disculpe
este desorden, pero ya sabe que, en estas fechas, y después de los exámenes, se
me acumula el trabajo.
―Claro. No se preocupe
―continuó Alicia ya adentrándose un poco más en el despacho―, lo entiendo.
Tras una pequeña y somera
limpieza de una de las esquinas de la mesa del señor Prieto, de la que retiró
varios papeles amontonados sin mucho criterio y, colocándolos en otro sitio al
tuntún, el profesor cogió el examen ya calificado de Alicia y le ofreció una
silla para que se sentase en uno de los laterales de la mesa, de forma que los
dos pudieran ver y leer lo escrito al mismo tiempo.
Antes de comenzar con la
corrección y la revisión del examen propiamente dichos, Alicia quiso hacer una
pequeña introducción del verdadero motivo por el que estaba allí. Le explicó al
señor Prieto que la suya era la última asignatura que le quedaba para terminar
la carrera y que el suspenso había sido una auténtica sorpresa para ella. Había
preparado bien la asignatura y había dedicado todo el verano a estudiar las
tres asignaturas que le quedaban con la esperanza de poder no solo aprobar las
tres, sino también finalizar la carrera. Le explicó que tenía ya un contrato de
trabajo firmado y que la semana siguiente comenzaría a trabajar con toda la
ilusión del mundo. Le confesó que el suspenso era un auténtico desastre para ella
porque la obligaba a volver a matricularse al año siguiente solo de esa
asignatura y retrasar así un año más la obtención de su título.
El señor Prieto era muy
comprensivo y escuchó con atención y educación todos los argumentos que Alicia
le esgrimía, pero tras dejarla terminar toda su exposición, se quitó las gafas,
las puso sobre el examen de Alicia y se frotó la cara con preocupación. Le dijo
que entendía su situación y que lo lamentaba mucho, pero que eso por sí solo no
era suficiente para superar el examen. Alicia había topado con un profesor
justo y eso era, hasta cierto punto, malo para ella.
No obstante, el profesor
accedió a darle una nueva oportunidad, revisar pregunta por pregunta la prueba
entera, e intentar obtener alguna puntuación extra de donde se pudiese para
finalmente aprobarlo, pues el suspenso era prácticamente por los pelos, por tan
solo unas décimas. Con un poco de buena voluntad, y a poco que pudieran
esforzarse los dos, seguro que de algún sitio se podría arañar algo. Alicia, con
cara de niña buena, y muy ilusionada con la nueva oportunidad que se le
otorgaba, le agradeció al señor Prieto la deferencia y le invitó a comenzar con
la revisión del examen.
El señor Prieto recuperó
sus gafas, se las colocó en su sitio, y ambos comenzaron a analizar cuestión
por cuestión todo el examen. Después de la lectura de cada enunciado y de cada
respuesta, tanto él como ella procedían a mantener una pequeña charla para
debatir si las respuestas eran acertadas o no, y si se podía arañar algo más de
puntuación en algún sitio. Pero lo cierto era que la mayor parte de las
preguntas de Alicia no eran del todo exactas ni había respondido con precisión
a lo que se le había preguntado. Se notaba que habían caído en el examen
algunos temas que ella no había preparado y, por lo tanto, las respuestas
estaban un poco deslavazadas, sin mucho sentido y sin terminar de rematarlas
del todo adecuadamente.
Una por una, el señor
Prieto fue confirmando que la nota que había puesto inicialmente en cada
pregunta era la correcta y no encontraba la fórmula para alcanzar el cinco, y
con él, el aprobado final. Alicia comenzó a ponerse nerviosa porque veía que
estaban llegando al final del examen y no había manera de lograr su objetivo.
Estaba suspensa con toda la razón, y sería muy injusto conseguir el aprobado solo
con las respuestas que ella había escrito.
Llegó a rogar, casi
implorar a su profesor, que por favor valorarse la posibilidad de aprobarla
para no desbaratar todos los planes que ya tenía trazados y en marcha, pero el
profesor se mostró bastante inflexible y se defendió con la vena de la
justicia, esgrimiendo razones de verdadero peso como, por ejemplo, que aprobarla
sin más y sin tener la nota suficiente, sería un agravio comparativo para el
resto de sus compañeros.
Alicia comenzó a perder
los nervios e incluso llego a gimotear y a dar muestras de abatimiento,
haciéndole ver a su profesor que estaba sumida en un desastre total.
Finalmente, y tras casi dos horas en el departamento revisando primero el
examen, e implorando después que la aprobaran, a Alicia no le quedó más remedio
que marcharse y aceptar que estaba suspendida. Necesitaría un año más para
finalizar la carrera. Se marchó a casa y, compungida, se encerró en su
habitación para llorar amargamente por su fracaso y frustración.
Estuvo dos días sin salir
del cuarto hasta que, finalmente, su mejor amiga, extrañada por su ausencia y
por no dar señales de vida, se presentó en su casa dispuesta a sacarla de allí
y hacerla sonreír de nuevo costase lo que costase. Pero no lo consiguió por más
que lo intentó. Alicia se mantenía encerrada, no solo en su habitación, sino
también en sí misma, en pijama, rodeada de docenas de pañuelos de papel usados
e impregnados de lágrimas y mocos, y se negaba a tener cualquier contacto con
el mundo exterior. Ni su familia ni sus amigos lograron que durante aquellos
dos días, Alicia saliera de la habitación, así que la determinación de su mejor
amiga hizo que, puesto que ella no iba a salir, al menos compartirían juntas
las penas.
Su amiga se fue a su
casa, pero regresó dos horas después ataviada con una mochila llena de armas;
varias películas, tres bolsas de palomitas para hacer en el microondas, su
propio pijama, dos cajas más de pañuelos y un panfleto de publicidad de la
pizzería que habían abierto recientemente en la calle de al lado. Ya que Alicia
no iba a salir de casa, al menos compartirían las amarguras juntas en una noche
de chicas (una, o las noches que fueran necesarias).
Así transcurrieron dos
días completos, sin apenas salir de la habitación ninguna de las dos, viendo
películas románticas, llorando juntas, comiendo pizzas y palomitas y
atormentándose por un absurdo fracaso por no haber estudiado lo suficiente.
Finalmente, cuando la
decisión ya estaba tomada y no podía ser otra que aceptar que necesitaba un año
más, Alicia comenzó a sonreír de nuevo. Aceptó su situación y se preparó para
comenzar a trabajar en la empresa del amigo de su padre la semana siguiente. No
le quedaría más remedio que compaginar el nuevo trabajo con la última
asignatura, que tendría que aprobar obligatoriamente el curso siguiente. Su
amiga por fin se fue a su casa, no sin antes conseguir la promesa de que Alicia
ya estaba recuperada anímicamente, y las dos emprendieron su nueva etapa, ya
que ella también había aprobado todas las asignaturas de la carrera y la había
terminado.
Pero Alicia no se daba
por vencida. Era una luchadora nata, y en su cabeza continuaba la comezón
constante y no cabía la idea de un fracaso tan grande. Lo meditó durante varios
días, y al final decidió que haría cualquier cosa que estuviera en su mano por
conseguir ese aprobado y terminar la carrera en el tiempo estipulado. Pasaría
definitivamente a la etapa laboral libre de cargas. No podía aceptar otra cosa.
La revisión del examen había
resultado un fracaso total, y ella misma comprobó que no tenía nada donde
rascar para conseguir más puntos. Pero por la mente imaginativa y calenturienta
de una chica de veintitrés años en plena efervescencia hormonal, se pasó la
idea de seducir al profesor y conseguir el aprobado por otros medios. No era lo
más lícito ni moral, pero tampoco sería la primera vez que se había dado un
revolcón con un novio o algún desconocido recién ligado. Además, el señor
Prieto no era desagradable ni mucho menos. Es más, a Alicia le resultaba hasta
atractivo. Siempre se lo pareció cuando asistía a sus clases. Apenas llegaba a
los treinta años y, con tan solo siete años más que ella, estaba de muy buen
ver. Se le veía un poco acoquinado y parecía algo tímido, siempre oculto tras
unas gruesas gafas de pasta. Pero Alicia no podía dejar de reconocer que era
guapo y resultón, especialmente si lo comparaba con el resto de profesores que
había tenido durante toda la carrera, casi todos muy mayores. Por lo tanto, el
esfuerzo y la humillación de dejarse manosear o besuquear por el señor Prieto
llegado el caso, no lo era tanto y podía aceptar el golpe por el coscorrón. Lo
único de lo que tenía que asegurarse era de que ni su familia ni nadie más se
enterase de lo que iba a hacer.
Así pues, investigó en
redes sociales y en LinkedIn al señor
Prieto y, con la poca información que obtuvo, trazó un agresivo plan en el que
le propondría una segunda revisión del examen y un posterior revolcón en el
mismo departamento de la universidad.
Le escribió un correo
electrónico al profesor informándole de que había encontrado ciertos argumentos
nuevos en sus respuestas con los que interpretar un poco mejor la nota y llegar
así al aprobado. En un principio, la respuesta del profesor fue negativa, pero
tras intercambiar varios correos con él e insistirle en que tenía información
que la vez anterior no habían contemplado, finalmente Alicia consiguió su
segunda entrevista para revisar el examen y tratar de obtener su ansiado
aprobado.
La suerte se alió con Alicia en esta segunda ocasión, ya que al haber sido entregadas todas las notas de todos los exámenes, la facultad estaba prácticamente vacía y por sus pasillos no se veían ni estudiantes ni profesores. Hasta la cafetería permanecía cerrada ante la ausencia total de clientes, ya fueran docentes o alumnos. Alicia recorrió una vez más los pasillos que tan bien conocía y, al llegar a la puerta del despacho del señor Prieto, se tomó unos segundos para respirar hondo y prepararse para lo que iba dispuesta a hacer. Se repasó los labios con brillo, se atusó el pelo, colocándose bien el flequillo por delante y la coleta por detrás, y se aseguró de que la minifalda de vuelo que llevaba estuviera lo más alta posible y le permitiese a su profesor ver la mayor cantidad posible de sus piernas. Las tenía bonitas, y además estaba muy bronceada por el tiempo pasado en la playa. Y eso sin mencionar que ella era guapa a rabiar. Seguro que lo engatusaría fácilmente.
Con decisión, llamó con los nudillos a la puerta y esperó respuesta. Cuando la obtuvo, entró en el despacho y saludó con cordialidad.
―Buenos días, señor
Prieto.
―Buenos días, señorita
Alcaraz ―respondió el profesor.
―Por favor, llámeme
Alicia ―dijo ella con la sonrisa más amplia que fue capaz de desplegar―. Por el
apellido me hace sentir muy mayor. También le agradecería que no me tratara de
usted.
El señor Prieto se quedó
un poco sorprendido por la nueva actitud de Alicia. No quiso darle mucha
importancia, pero tampoco dejó de pensar que se trataba de una estrategia de la
alumna para parecer más próxima y simpática y lograr así su aprobado. Le hizo
gracia y le siguió la corriente, sin saber lo que se le venía encima.
―De acuerdo, Alicia
―continuó él―, pasa y siéntate, por favor.
―Gracias ―contestó.
Alicia entró del todo en
el despacho y se acercó a la mesa del profesor. Depositó una carpeta con
papeles que traía en la misma, y se sentó en una de las dos sillas que había
delante de la mesa del profesor, mientras él se sentaba en la que estaba tras
el escritorio.
La primera en la frente.
El primer punto de la estrategia de Alicia había fallado. Al tener que sentarse
del otro lado de la mesa, la minifalda y la exhibición de sus piernas no
servirían para nada, pues el mueble ocultaría toda visión posible al profesor.
Pensó que podría sentarse en el lateral de la mesa, como la vez anterior, pero
le salió mal. Buscaría la fórmula para cambiar esa situación más adelante y,
mientras tanto, se centró en el siguiente paso de la estrategia, sus senos.
Había ido a la revisión
del examen con una camiseta de tirantes súper finos y muy ceñida, además de con
muchísimo escote, lo que dejaba poco a la imaginación y mucho a la vista. Los
pechos de Alicia eran generosos sin ser exagerados, y su tersura y firmeza eran
evidentes incluso con la ropa puesta. Podría parecer hasta que fueran
artificiales, pero lo cierto era que simplemente eran los pechos de una joven
de apenas veintitrés años y, por lo tanto, gozaban de la juventud necesaria que
los mantenía firmes y apetecibles. La camiseta dibujaba a la perfección el
contorno de Alicia, tanto su vientre plano y duro, como sus excelsos collados y
el apetecible valle que entre ellos se formaba. Además, la nívea camiseta
permitía adivinar sin mucho esfuerzo las brunas y jóvenes areolas.
Al profesor no se le pasó
por alto que la indumentaria de Alicia era mucho más provocativa que la que usó
la vez anterior, así que empezó a sospechar que su alumna en realidad buscaba
algo más aparte de la revisión del examen. Tonto no era, así que decidió
esperar y ver cómo se desarrollaba la reunión.
Con el examen sobre la
mesa del profesor, Alicia comenzó a desplegar diversos papeles y apuntes de la
asignatura, y le fue indicando en qué partes ella pensaba que se podía arañar
alguna décima más con la esperanza de no tener que hacer lo que en verdad había
venido a hacer. Pero viendo que su interlocutor siempre volvía una y otra vez a
las mismas negativas y conclusiones, finalmente Alicia se armó de valor y fue a
por todas.
Lo primero que hizo fue
levantarse de la silla con la excusa de que no veía bien el examen sobre la
mesa, para lo que se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la misma con la
clara intención mostrar su escote y comenzar a poner nervioso al profesor. No
dio resultado, pues el profesor, durante todo el tiempo que Alicia estuvo en
esa posición, no dirigió su vista hacia el canalillo ni una sola vez. Iba a ser
un contrincante duro de pelar.
Resignada, Alicia volvió
a su posición inicial para intentar otra cosa, pero no sabía muy bien cómo
hacerlo y las oportunidades y el tiempo se le agotaban. Ya habían revisado la
mitad del examen y la nota del mismo no se había modificado ni lo más mínimo.
Urgía hacer algo.
―¿Le importa que me
siente de ese lado de la mesa? ―preguntó Alicia ya un poco desesperada―, es que
con el examen al revés no veo bien lo que he escrito y necesito poder leerlo
correctamente.
El profesor, bajándose
las gafas hasta la punta de la nariz para mirar a su alumna por encima de
ellas, se la quedó mirando y, tras un tenso silencio de varios segundos,
finalmente respondió:
―No se preocupe. Ya me
acerco yo a ese lado.
Con mucha calma y
serenidad, pues él sabía perfectamente a lo que estaba jugando su alumna, se
levantó de su sitio y con el examen en la mano, rodeó la mesa y se sentó en la
silla que quedaba libre junto a la de Alicia. Colocó el examen sobre la mesa,
entre los dos, y dijo con mucha tranquilidad:
―Bien. Continuemos.
Alicia, nerviosa y algo
excitada, se alegró por poder recuperar su plan inicial de mostrar las piernas,
pero por otro lado se preocupó un poco porque detectaba que el profesor sabía o
intuía lo que ella pretendía. Pero ya no había vuelta atrás. Había que hacerlo
sí o sí.
Tomando el papel del
examen, comenzó a leer la siguiente pregunta y, cuando se dispuso a explicarla
haciendo uso de otros apuntes y papeles, dejó el propio examen sobre sus
piernas cruzadas mientras buscaba lo que necesitaba entre el resto de papeles
de la mesa.
Iba de un papel a otro, y
de vez en cuando cruzaba y descruzaba las piernas con la clara intención de
llamar la atención del profesor. Pero una vez más, él no apartó la mirada de
los ojos de su alumna o de los papeles que ella manipulaba ni un solo instante.
Tenía un autocontrol tremendo el condenado señor Prieto.
Desesperada, Alicia dio
el siguiente paso en su estrategia y arrimó su silla a la del profesor para
mostrarle mejor los apuntes que ella misma había tomado durante el curso en sus
clases. El objetivo era poder establecer contacto físico con el profesor. Y no
le costó mucho conseguirlo. Aprovechando una de las veces que tuvo que
incorporarse hacia delante para buscar algún papel en la mesa, Alicia movió un
poco su pierna y la dejó pegando a la del profesor que, lejos de incomodarse o
molestarse, permaneció impasible e inmóvil.
Alicia se desesperaba.
Parecía que el profesor era un témpano de hielo. Ni se molestaba, ni
retrocedía, ni propiciaba nada. Solo se quedaba quieto y continuaba con la
revisión del examen, haciendo su labor con exquisita profesionalidad y
escuchando atentamente los argumentos de su alumna. Ninguno de los intentos de
Alicia había funcionado, y solo le quedaba abalanzarse sobre él, así, a lo
bruto, pero estaba demasiado nerviosa como para hacerlo.
Cuando la revisión del
examen llegó a su fin y el resultado académico no se vio modificado ni lo más
mínimo, el profesor se levantó de la silla y esperó unos segundos a que la
abatida Alicia hiciera lo mismo. Cuando por fin la compungida alumna lo hizo,
ambos se quedaron frente a frente y Alicia comenzó a sollozar.
―¿Hay alguna otra forma
en la que se pueda aprobar el examen? ―preguntó Alicia con los ojos vidriosos y
a punto de romper a llorar.
―Señorita Alcaraz…
―respondió él.
―Haré lo que usted me
pida, por favor… ―imploró.
―Creo que lo que está
intentando hacer no es necesario ―trató de consolarla él.
―Pero es que yo necesito
ese aprobado ―dijo ya llorando Alicia―. Estoy dispuesta a hacer lo que haga
falta. No he venido hasta aquí así vestida por casualidad.
―Alicia, por favor…
―continuó él.
―No ―respondió ella―,
quiero hacerlo. De verdad que no me importa. Pero necesito que me apruebe y
pagaré el precio que sea.
―Alicia…
―Por favor, por favor,
por favor… Si quiere podemos quedar en un hotel, en su casa, o donde usted
prefiera. Pero se lo suplico… necesito ese aprobado.
―¡Alicia! ―levantó la voz
él ante su negativa a escucharle―. ¡Estás aprobada! No es necesario que hagas
eso. De verdad que no.
―¿Qué? ―preguntó ella
completamente incrédula.
―Lo que oyes. No es
necesario que te rebajes a eso. Estás aprobada.
―No me lo puedo creer
―dijo Alicia con las lágrimas corriendo ya como ríos por sus mejillas―. ¿Así?
¿Sin más?
―Sin más ―respondió el
profesor―. No estoy de acuerdo con el aprobado de la asignatura porque el
examen está suspenso, pero considerando que es la última asignatura, que ya
tienes trabajo, y que has sido una estudiante sobresaliente en el resto de la licenciatura,
no tiene ningún sentido frenar tu carrera profesional por tan solo unas décimas
de punto en un examen. He consultado tu expediente académico en su totalidad,
en todas las asignaturas y cursos, he hablado con varios de tus otros
profesores, y estoy convencido de que el suspenso de mi asignatura es solo un
tropezón sin importancia, algo puntual. Puedes irte. Estás aprobada. Modificaré
la nota del examen y aparecerá como asignatura probada. No tendrás que
matricularte el año que viene. No soy tan ogro como algunos me creen. Pero por
favor, no lo vayas diciendo por ahí. Sigo pensando que es un agravio
comparativo para con tus compañeros, pero no es menos cierto que tu expediente
global es ejemplar y que un pequeño traspiés no debe suponer un obstáculo tan
grande a una carrera brillante y a un futuro prometedor.
Alicia no daba crédito a
lo que escuchaba. Estaba aprobada y no había tenido que humillarse ni rebajarse
a hacer nada denigrante. Las lágrimas de tristeza rápidamente se transformaron
en otras de alegría y, sin poder contenerse, se lanzó al cuello de su profesor
para darle el que probablemente fuera el abrazo más sincero y sentido que jamás
le hubiera dado nunca a nadie.
El profesor, un poco
sorprendido por la efusividad de Alicia, no rechazó el abrazo, pero tampoco se
atrevió a posar sus manos en parte alguna del cuerpo de su alumna. Se limitó a
dejar que ella le abrazase y a esperar a que se separara. Cuando por fin lo
hizo, Alicia, con la cara completamente congestionada por las lágrimas y los
mocos, se limpió como pudo con las manos, hasta que el profesor, sacando un pañuelo
de tela limpio de su bolsillo, se lo ofreció para que se limpiara mejor. Ella
aceptó el pañuelo de buen grado y se limpió las lágrimas con él, dejándolo,
además de arrugado, completamente húmedo y mojado. Luego intentó devolvérselo,
pero él, sonriendo le pidió que se lo quedara. A Alicia le dio la risa, pero
guardó el pañuelo y volvió a abrazar al profesor, que a esas alturas ya estaba
un poco incómodo con la situación. Sin embargo, esta vez sí, accedió a rodear
su cuerpo y posar levemente sus manos en la espalda de Alicia y corresponder al
abrazo, aunque sin ninguna intención más allá de consolarla.
El abrazo duró bastante
más de lo estrictamente necesario y, a pesar de que Alicia tenía que estar de
puntillas para poder pasar los brazos por encima de los hombros de su profesor
y alrededor del cuello, mantuvo la posición y no aflojó ni cejó en el abrazo.
Cuando la situación era
ya algo incómoda, especialmente para él, intentó deshacer el abrazo tratando de
empujarla levemente, agarrándola por los laterales, a la altura de los riñones,
y presionando hacia fuera para alejarla de sí. Pero no dio resultado. Alicia se
aferró aún más firmemente al cuello de su profesor, y además hundió su cara en
el hueco que formaban el hombro y la mandíbula, como queriendo aspirar su
aroma.
―Alicia ―medio protestó
el profesor―. Creo que ya es suficiente. No tienes que hacer esto, de verdad.
Ya te he dicho que estás aprobada.
―Quiero hacerlo
―respondió ella.
―Pero… ¿hacer qué?
―preguntó.
―Nada. Solo estar así,
abrazándote y agradeciéndote que seas tan bueno. Déjame un poquito, por favor.
Lo necesito.
―Pero es que esto no es
correcto, Alicia. Y no tienes nada que agradecerme. Tú sola has logrado unas
notas extraordinarias en toda la carrera y, por un traspiés en una sola asignatura,
no te mereces un castigo tan severo. Estás aprobada, así, sin más, de verdad.
―Ya. Pero no es eso lo
que quiero agradecerte ―respondió ella.
―¿No? ¿Entonces qué es?
―Lo bueno que eres.
―No entiendo a qué te
refieres.
―Podías haberte
aprovechado de mí fácilmente y no lo has hecho.
―Yo no me aprovecho de
nadie. Nunca. ―respondió él.
―Lo sé. Y por eso me
siento tan bien contigo. Yo había venido aquí dispuesta a rebajarme, a dejarme
manosear, a dejar que me hicieras lo que quisieras. Incluso estaba dispuesta a
chupártela o a tener sexo contigo solo por aprobar el examen. Y tú ni siquiera
me has mirado las tetas, ni las piernas. No has hecho ni el más mínimo gesto de
querer coger lo que te ofrecía, y eso te hace una persona íntegra y especial
para mí. Eres muy bueno y me siento en deuda contigo. Y aunque no quieras
cobrarme esa deuda, yo quiero pagártela.
―Alicia ―dijo él
visiblemente nervioso―, no sé de qué estás hablando. Estás llevando esto
demasiado lejos y me estoy poniendo un poco nervioso ya. De verdad, que no hace
falta.
―Ya sé que no hace falta.
Pero yo quiero.
―Pero… ¿qué es lo que
quieres? ―continuó él―. Yo no quiero ni necesito nada.
―Quiero satisfacerte.
―Ya lo has hecho, Alicia.
Has aprobado la carrera entera con unas notas espectaculares y has sido una muy
buena alumna en mi asignatura, aunque teóricamente la tengas suspensa. Con eso
me doy ya por satisfecho.
―Pues yo no ―dijo ella
aún con la cara hundida en su cuello―. Déjame que te agradezca lo bueno que has
sido conmigo.
―¡No! ―exclamó él
empujándola ahora con más fuerza para separarla―. Esto ya no me gusta.
―Por favor… ―dijo Alicia
aferrándose al cuello con fuerza―. Quiero hacerlo. Me apetece.
―Esto no está bien…
―musitó el profesor.
―Solo déjate llevar. Yo
lo haré todo. Sé que lo deseas. Estoy notando tu erección…
―¡Basta! ―gritó él
dándole esta vez un fuerte empujón y consiguiendo finalmente separarla de su
cuerpo.
Se quedaron separados
apenas por un metro, uno frente al otro, mirándose, retándose. Alicia con la
cara morada como una berenjena por la vergüenza y el llanto, y él con el rostro
descompuesto, asustado, las gafas torcidas y un bulto en su entrepierna
imposible de ocultar. Alicia, incapaz de mantenerle la mirada por más tiempo,
llevó los ojos hasta el suelo y comenzó a gimotear por lo que había hecho.
Inmediatamente, el profesor, movido por la pena y por un cierto instinto paternal
de protección, recortó la distancia que los separaba y se acercó a ella para
sujetarla por los brazos y obligarla a que le mirase.
―Escucha Alicia ―dijo con
suavidad viendo su estado tan alterado―. Mírame, por favor ―le dijo mientras le
hacía levantar la cara con el dedo índice doblado bajo la barbilla―. No te
rebajes a esto. Tú vales mucho y no necesitas hacerlo. No lo hagas. Si en vez
de haber topado conmigo lo haces con otra persona, te aseguro que luego te
arrepentirías.
No pudo decir más. Alicia
se zafó de su agarre y pillándole desprevenido, se abalanzó sobre él de nuevo.
Luego, garrándole la cara con ambas manos a la vez, estampó sus labios contra
los de él y comenzó a besarle con desesperación, mientras él hacía infructuosos
esfuerzos por detenerla. Pero no pudo. En el intento de avasallamiento, y por
el impulso que Alicia se había dado, ambos trastabillaron con una de las patas
de las sillas y cayeron al suelo en mitad de la habitación, él de espaldas y
ella sobre él. Una vez en la moqueta del despacho, y tras los ineficaces
esfuerzos de lucha, al final él dejó de pelear y aceptó los labios de su
alumna, cálidos, suaves y ligeramente humedecidos por las saladas lágrimas que
también bañaban toda su cara. Los forcejeos entre ambos cesaron y se entregaron
a un pasional beso en el que ella le invadía la boca sin tregua y él
simplemente se dejaba hacer. Finalmente aceptó posar sus manos sobre los
costados de la alumna para después abrazarla con fuerza.
Se besaron durante varios
minutos, tiempo que a ambos les pareció una eternidad. Ella le revolvió el pelo
y le terminó de quitar las accidentadas gafas, que lanzó hacia un lado para no
estropearlas más, y él comenzó a pasear sus manos por toda su espalda y por
toda la longitud de los costados, aunque sin tocar nada para lo que no le
hubieran dado permiso.
Él estaba tumbado sobre
su espalda, todo lo largo que era, y ella había quedado a horcajadas sobre su
estómago. Si alguien hubiese entrado en el despacho en ese momento, habría sido
una incomodísima situación, poco menos que imposible de explicar. Ella era aún
una alumna de la facultad y él un profesor de la misma. Ese tipo de relaciones
estaban estrictamente prohibidas por el escándalo que podían suponer. El riesgo
era muy grande, especialmente para él.
―Alicia… ―consiguió
balbucear él―, no deberíamos estar haciendo esto. No está bien. Y además… es
peligroso. Si entra alguien…
Ella le tapó la boca con
más besos y, sabiendo que estaba nervioso por si los sorprendían in fraganti y los pillaban así,
preguntó:
―¿Tiene que venir
alguien?
―No… ―contestó él―. Pero
esto no está bien. Puede entrar cualquiera.
―¿Se puede cerrar la
puerta con llave?
―Sí… Tiene pestillo por
dentro.
―¡No te muevas! ―dijo
Alicia levantándose de un brinco y llegándose hasta la puesta para asegurarla.
Luego regresó a donde
estaba él, aún en el suelo y, rodeándolo, se arrodilló de nuevo junto a él,
colocando las rodillas a los lados de la cabeza del profesor. Pareciera, por la
postura que adoptaba, que fuera a hacer un sesenta y nueve, pero Alicia no lo
ejecutó. Se limitó a agacharse y volver a besarle la boca por un buen rato más,
mientras le metía las manos por la camisa y le acariciaba el abundante vello
del pecho.
Desde su posición, él no
tenía mucho acceso a nada, así que se limitó a agarrarle a Alicia la cabeza y
mesar su pelo mientras seguían besándose y acariciándose.
Finalmente, Alicia
comenzó a desabrocharle los botones de la camisa uno a uno y a medida que iba
bajando y teniendo más acceso, le sobaba los pectorales, los costados, el estómago
y le mordía las tetillas. Una de las veces llegó mucho más abajo y pasó su mano
por encima del abultado paquete que lucía el profesor. Como para llegar hasta
esa zona ella tenía que inclinarse hacia delante, el profesor también ganó
acceso a la espalda de Alicia y la acarició ya sin miedo, incluso llegando a
agarrarle en un par de ocasiones los glúteos por encima de la minúscula falda.
Viendo ella que por fin
él había accedido a sus propósitos, abrió las piernas, separando las rodillas a
los lados de su cabeza, y levantó el vuelo de la falda para taparle con ella la
cara, haciendo que su ya empapada ropa interior quedara al alcance de la boca
del profesor. No tardó mucho él en reaccionar y, apretándole las nalgas hacia
abajo, la bajó todo lo que pudo hasta que plantó su boca en el sexo de Alicia,
que rezumaba excitación y abundante lubricante natural. Alicia gimió sin pudor
al sentir el ataque a su sexo, y entendió que aquello era ya el permiso expreso
para traspasar todas las barreras que el pudor les había obligado a mantener
hasta ahora a ambos.
Se tiró inmediatamente a
por el cinturón de cuero y, con movimientos certeros, lo desabrochó en un
santiamén, no parándose en él y continuando inmediatamente después con el botón
del pantalón y luego con la cremallera de la bragueta, que bajó con destreza
para dejar a la vista los calzoncillos tipo short
del señor Prieto. Rebuscó por la abertura delantera que todos los shorts tienen para acceder al pene sin
necesidad de bajar el elástico, y encontró lo que buscaba, grueso y duro como
una piedra, liberándolo de su prisión, pero manteniendo a sus hermanos gemelos
en su sitio, aún ocultos por la prenda. Luego, sin pensárselo, se abalanzó
sobre el falo y lo engulló hasta donde le fue posible, sujetando con fuerza con
las manos la parte que no le entraba en la boca y haciendo tanta succión sobre
el glande como le fue posible para delirio del profesor. Ya no había marcha
atrás.
El señor Prieto, al notar
sobre su miembro el calor, la humedad y la succión, perdió todo atisbo de
cordura que le quedaba y, emitiendo un extraño sonido gutural, se afanó en
eliminar lo que en esos momentos se interponía entre su boca y el sexo de
Alicia, una minúscula prenda de tela empapada a partes iguales por dentro y por
fuera, saliva por un lado y flujos de Alicia por el otro. Consiguió rodear una
de las piernas de Alicia con uno de sus brazos y, alcanzando el borde del
tanga, comenzó a tirar de él hacia un lado hasta que, estirándolo, arrastró la
prenda para lograr...
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