Alicia no se lo podía
creer. Después de tantos años de esfuerzos, de trabajo, de noches de insomnio
estudiando, de machacarse a diario para superar las pruebas físicas, de
sinsabores y frustraciones, de discusiones con su familia y de no poder ver a
sus amigos… ¡por fin era Guardia Civil!
Había sido su sueño
durante muchísimo tiempo. Siempre le habían gustado mucho todos los Cuerpos y
Fuerzas de Seguridad del Estado, pero el de la Guardia Civil especialmente.
Sentía un gran aprecio hacia ellos, por la abnegada labor de protección que
desarrollan, y se solidarizaba con ellos ante los frecuentes desprecios y
descalificaciones que este cuerpo suele recibir, especialmente por parte de los
políticos.
Pero ella sí les
respetaba profundamente y admiraba su labor. Una labor demasiadas veces
criticada y denostada, y muchas veces no lo suficientemente bien remunerada
teniendo en cuenta que muchos de sus integrantes se juegan la vida a diario por
prestar su servicio a los ciudadanos.
Siempre había sido una
gran aficionada al mundo de la moto y, desde que pudo sacarse las primeras
licencias de ciclomotor y carnés para motocicletas pequeñas, había ido
consiguiendo motos de mayor cilindrada y mejores prestaciones. Por eso, su
sueño dorado era unir en una sola sus dos máximas pasiones, el Cuerpo y las
motos. Ella quería ser motorista de La Guardia Civil.
Soñaba una y mil noches
que patrullaba con una enorme BMW las carreteras de nuestra amada piel de toro,
y vigilaba para que ningún ciudadano se encontrara en apuros mientras ella
estuviera cerca. El tema de las multas y sanciones también estaba ahí, latente,
aunque para ella eso era completamente secundario. Sabía que tendría que poner
más de una y más de dos a pesar de que no le agradara mucho hacerlo, pero su
máxima aspiración era poder ayudar al ciudadano.
Sufrió en sus carnes la
tremenda dificultad de ser mujer en un cuerpo militar, donde no todos los
compañeros, y menos aún algunos mandos recalcitrantes, entendían y aprobaban
que una mujer pudiera hacer tan bien como un hombre, o incluso mejor,
prácticamente cualquier trabajo.
No fueron pocas las
noches durante su estancia en la Academia de Baeza, en las que lloró
amargamente en su habitación tras haber sido ridiculizada, y a veces humillada
por el típico “machito” que se creía mejor que cualquier mujer. Le dolía
especialmente cuando esas puñaladas venían de arriba, de profesores y mandos.
Pero nunca dio su brazo a torcer ni mostró en público sus debilidades. Siempre
mantuvo la cabeza bien alta, se comió su orgullo y consiguió salir de la
academia con las mejores notas y resultados de su promoción.
Ya siendo profesional y
miembro del cuerpo, continuó haciendo cursos y sacándose todos los carnés que
pudo para ir acumulando puntos en su currículo. Por delante tenía un año en
prácticas en el que además de trabajar, iría poco a poco mejorando su historial
con cursos de todo tipo que le fueran sumando puntos.
Comprobaba todos los días
los boletines y las comunicaciones oficiales de la Guardia Civil en busca del
tan ansiado curso de especialización para poder optar a ser motorista. Cuando
finalmente salió, lo solicitó y se lo concedieron. Fue uno de los días más
felices de su vida. Tenía el sueño al alcance de la mano, aunque no fuera nada
fácil conseguirlo aún.
Sabía que todavía le quedaba
un largo camino por recorrer, y lo que era peor, que poder hacer el curso no le
garantizaba terminarlo. Aún le quedaba estudiar un montón para superar la parte
teórica, y después otro medio año de prácticas durísimas en Mérida. A esto
último le tenía especial miedo, pues sabía por amigos que era el coladero donde
caía la mayoría.
Estas prácticas exigían
aprender a manejar una inmensa motocicleta con un nivel de destreza y
perfección que poca gente es capaz de adquirir y, durante la especialización,
no era infrecuente lesionarse y romperse alguna pierna, brazo, clavícula o
algún otro hueso. Y eso implicaba automáticamente no graduarse y tener que
empezar de cero de nuevo. Entre las prácticas que había que hacer durante esa
especialización, estaban hacer cabriolas, piruetas, conducción coordinada con
otros compañeros, conocimientos muy avanzados de mecánica y un sinfín de cosas
complicadísimas que no todo el mundo es capaz de terminar.
Pero la fuerza y el
tesón, junto con su autodeterminación e infinito amor propio, lograron que
finalmente, tras todos los sinsabores, Alicia se convirtiera por fin en la
primera mujer motorista de la Guardia Civil en España.
Aún recordaba su primer
día en la carretera. Se enfundó su recién confeccionado uniforme, sus guantes,
sus botas negras, su casco modular y sus prendas reflectantes, y salió a
patrullar junto con su compañero asignado. Fue sin duda el mejor día de su
vida. Jamás lo olvidaría, pues era el colofón al mayor esfuerzo que había hecho
en toda su existencia.
Desde el kilómetro uno,
la relación entre su recién estrenada BMW y ella fue idílica. Iba suave como la
seda, ronroneaba como un gatito cuando iba tranquila, y se mostraba súper
agresiva, ágil y rapidísima cuando alguna actuación concreta le obligaba a
abrir gas a fondo. Los meses de preparación habían sido muy bien aprovechados,
y su propio compañero, ya próximo a la jubilación y con mucha más experiencia
que ella, la alabó en innumerables ocasiones por la destreza y la elegancia que
demostraba conduciendo una motocicleta tan grande, pesada y aparatosa.
Y tanto para el compañero
como para cualquier otra persona, especialmente si era hombre, ver a Alicia
sobre la BMW era una auténtica delicia. La moto ya de por sí le sentaba bien,
pero es que, además, el uniforme aún mejoraba más si cabe el conjunto. Con su
metro setenta y cinco de estatura, su cuerpo esbelto, delgado y trabajado, sus
caderas bien formadas y definidas por el pantalón semielástico del uniforme, su
pelo moreno ondulado que recogía en un moño o en una coleta cuando se quitaba
el casco, y sus más que generosos senos, muy bien proporcionados y definidos,
la convertían en una auténtica belleza de calendario. El resto del conjunto, la
pistola en su funda, las esposas, los guantes de la moto, la gorra, la chaqueta
especialmente diseñada para circular en moto y las insignias y distintivos de
la Guardia Civil, hacían de ella una auténtica mujer de bandera.
No le gustaba mucho
llamar la atención cuando trabajaba, pero era francamente difícil no lograrlo.
Era guapa, tenía un cuerpo espectacular y ella lo sabía, así que estaba
bastante acostumbrada a los muchos piropos de sus compañeros y también a las
muchas patochadas de más de un conductor al que tenía que parar en carretera y
amonestarle o sancionarle.
A los primeros los
manejaba bien porque después de que un par de ellos se propasaran más de la
cuenta con ella en el cuartel, los denunció por acoso laboral y los expedientes
abiertos a los guardias implicados ya pusieron las cosas en su sitio y el resto
de compañeros sabían cómo se las gastaba y el mucho daño que podía hacerles,
justa o injustamente.
Con los segundos, los
conductores, la cosa era diferente, pero igualmente manejaba las situaciones a
su antojo. Si el implicado mostraba educación y respeto, ella correspondía de
la misma forma, incluso perdonando en muchas ocasiones más de una sanción. Pero
si el patoso de turno hacía el más mínimo comentario acerca del género o sobre
dónde tenían que estar las mujeres en vez de patrullando, entonces el pobre
infeliz tenía todas las de perder. Y ni que decir tiene lo que sucedía si el
baboso lanzaba el típico comentario despectivo y ofensivo sobre las mujeres, la
cocina y otras lindezas similares. Entonces sí, sin perder la calma ni por un
solo momento, comenzaba a pedirle al desdichado todo tipo de papeles,
documentación, ficha técnica, carné de conducir, seguro y todo lo demás. Y se
lo revisaba todo con lupa hasta encontrar el más mínimo desliz, y entonces lo
empapelaba. Con alguno había llegado incluso a solicitar que le mostrara los
triángulos de emergencia obligatorios, los chalecos reflectantes o incluso le
había llegado a medir la profundidad de los surcos de los neumáticos y las
presiones de los mismos. No pasaba una, y cuando encontraba el más mínimo
defecto, no dudaba en sacar el talonario de sanciones y ponía cuantas fueran
necesarias hasta que el susodicho se daba por vencido y agachaba las orejas.
Alicia, por las buenas era un ángel, pero por las malas era un auténtico
demonio.
Aprendió pronto que
mientras estaba de servicio no debía llamar mucho la atención para evitar esos
incidentes, por lo que casi siempre se dirigía a los conductores sin quitarse
el casco, sin abrirse la chaqueta demasiado y cuando podía, sin quitarse las
gafas de sol de la cara, aunque el protocolo se lo exigiera.
En el cuartel, por el
contrario, una vez finalizada la parte de la jornada que transcurría en la
carretera, no veía el momento de ponerse más cómoda y dejarse ver ante los
compañeros tal y como era, sin tapujos. Colgaba en su taquilla la chaqueta y el
resto de las prendas de la moto, se ponía la gorra con la coleta asomando por
detrás, y continuaba trabajando en camisa con el uniforme normal. Rellenaba sus
informes de forma diligente y siempre terminaba su trabajo con tiempo suficiente
como para estar más o menos tranquila el final de su turno con las tareas
hechas y rematadas.
Muchas veces incluso le
sobraba tiempo para charlar y conversar con los compañeros, y hasta para
acompañarlos a tomar una cerveza fuera del cuartel cuando terminaban el turno.
Tenía una vida plena y feliz, amaba su trabajo y se sentía muy orgullosa de lo
que había conseguido y lo que hacía.
Hasta había tenido algún
escarceo amoroso con algún compañero. Había salido también con varios chicos no
guardias de su entorno que le hicieron tilín en un momento dado. Sabía que era
muy guapa y que a muchos hombres, el tema del uniforme y de la autoridad les
gustaba mucho. Y a ella también.
Los meses se iban
sucediendo, y Alicia se encontraba cada vez más cómoda con su trabajo de
motorista. Disfrutaba de la carretera, de sus cientos de kilómetros diarios a
lomos de la moto, de su trabajo bien hecho, y de la relación que poco a poco
iba desarrollando con todos los compañeros de cuartel, amorosa o no. Había
logrado su objetivo en la vida y se sentía plena y feliz.
No abusaba mucho en el
tema de las multas, y tan solo sancionaba a aquellos conductores que realmente
cometían infracciones muy graves. Era consciente de que en los tiempos de
crisis que corrían, una sanción muchas veces podía dar al traste con los
ahorros de una familia, y se esmeraba más en hacer comprender a los conductores
que los que realmente corrían peligro eran ellos si no cumplían a rajatabla con
las normas más importantes. A veces, hasta su propio compañero le llamaba la
atención por perdonar algunas sanciones que no debía dejar pasar. Pero a ella
le costaba mucho.
Se angustió un poco cuando un día llegaron órdenes de arriba en las que les ponían unos cupos y unos mínimos para sancionar. Había que llegar, sí o sí, hasta ciertos importes y número de multas, y eso a Alicia no le gustaba nada. Era claramente un objetivo recaudatorio y no por la seguridad de los conductores, y eso la ponía enferma. Pero no podía hacer mucho al respecto. Sabía que si no cumplía las órdenes de arriba y no llegaba a los objetivos marcados, se exponía a que le abrieran un expediente y a meterse en problemas. Y por nada del mundo querría manchar su hoja de servicio y arriesgarse a que la destinasen a otro puesto diferente. Así que se esforzó un poco y comenzó a ser más exigente en su labor y a perdonar cada vez menos sanciones.
Pero al final sucedió lo
inevitable. El comandante la llamó un día a su despacho y tuvo una charla con
ella en términos no muy amigables. Le dio una de cal y otra de arena, y si bien
el superior le reconoció que su profesionalidad y su celo en el trabajo eran
intachables, las órdenes de arriba eran bien claras y ella no estaba llegando a
las cantidades mínimas de sanciones y dinero. Al final, casi faltándole al
respeto, le dijo literalmente que “le importaba una mierda que fuera la primera
mujer motorista de la Guardia Civil. O pones más multas o te abro un
expediente”.
Alicia salió de allí
indignada, llena de rabia y de impotencia. No estaba en absoluto de acuerdo en
cómo se hacían las cosas en el cuerpo, pero no le quedaba más remedio que
aceptarlo y acatarlo, o de lo contrario se metería en problemas.
Aquella noche, al
finalizar su turno, se fue a tomar unas cervezas con uno de sus compañeros con
el que tenía buen feeling, y se lo
contó todo. Incluso llegó a decirle que dudaba de que las cosas fueran
realmente como le había dicho el superior, y que todo lo hacía para ponerla a
prueba y para presionarla como antes lo habían hecho durante la academia en
Baeza y luego en el curso de especialización en Mérida, solo por ser mujer. Al
final, el compañero le dijo que no, que esas mismas órdenes eran para todos
iguales y que a todos les estaban imponiendo esos mismos objetivos porque había
mucha escasez de medios y recursos y las multas eran una forma fácil, rápida y
legal de hacer dinero.
Sintió un poco de alivio
al comprobar que entonces no la estaban presionando solo a ella por ser mujer,
pero no se calmó lo más mínimo ni eso mitigó su enfado e indignación. Estaba muy
alterada y, cuando los dos quisieron darse cuenta, habían bebido un poco más de
la cuenta y los botellines habían ido cayendo desde hacía más de tres horas.
Casi copaban por completo la mesa del garito donde estaban. Ambos se pusieron
un poco melosos y les entró la risa floja. Comenzaron a hacer chistes fáciles
sobre “lo bueno que estaba el cuerpo”, lo que podían hacer con las esposas, y
lo antirreglamentaria que era el arma que lleva el compañero junto a la que sí
era legal. Poco a poco se fueron calentando.
Regresaron al cuartel, ya
que vestidos de uniforme no podían ir por la calle, menos aún medio bebidos y,
tras cambiarse en sus respectivos vestuarios, salieron ya de paisano y
terminaron la noche en casa del compañero, revolcándose por el suelo, tomando
algún chupito más y haciendo ambos buen uso del pistolón que él llevaba de
serie.
―¿Qué sabes hacer con
esto? ―preguntó Alicia agarrándole el paquete por encima de los vaqueros
mientras le plantaba un beso en los morros.
―Disparar a todo lo que
se menea ―respondió él.
―Pues yo tengo muchas
ganas de bailar ―dijo ella―, ¿me vas a disparar?
Ya no hubo más
conversación. El improvisado beso de acercamiento se convirtió en un apasionado
y hasta casi violento beso de tornillo. No hubo prolegómenos ni preliminares.
Del beso pasaron al magreo por encima de la ropa, y de ahí a la búsqueda
desesperada de eliminar todo rastro de las prendas que ambos llevaban puestas.
Apenas tardaron dos minutos en estar completamente desnudos y rodando por la
alfombra del salón en una maraña de brazos, piernas y lenguas entrelazados sin
orden ni concierto.
El último giro lo paró el
sofá al interponerse en su trayectoria. El mueble les impidió seguir avanzando
por el suelo, pero en su defecto, les proporcionó la posibilidad de usarlo como
el ring para la batalla que estaban a punto de librar.
Fue Alicia la primera que
tomó la iniciativa y, encaramándose al sofá, colocó sus rodillas en la banqueta
y el busto apoyado sobre el respaldo, de forma que le ofrecía a su compañero
una perfecta vista de su retaguardia completamente desnuda. Era una invitación
clara.
El compañero lo entendió
a la primera y, poniéndose de pie, se colocó detrás de ella y con ayuda de su
mano derecha comenzó a pasar su miembro arriba y abajo por todo el expuesto
sexo de Alicia. Ella gimió al sentir la dureza de la pistola y le invitó a que
la penetrara sin más.
―¡Vamos! ―gritó―. ¿A qué
coño esperas?
No hubo respuesta de
ningún tipo. Con el pene perfectamente embocado en la entrada de Alicia, y el
abundante lubricante natural que ella hacía rato que segregaba, la penetración
fue total, de una sola vez y hasta el fondo. El chico tenía un pistolón de buen
calibre y, aunque Alicia no lo había catado hasta ese momento, se alegró de
tenerlo en su interior en su totalidad y comenzó a hacer cábalas sobre lo que
querría hacer con él en los próximos minutos.
Por el momento, se
conformó con que su compañero se pusiera a tono y la penetrara unas cuantas
veces antes de pasar a la siguiente posición. El chico la asió por las caderas
y, sin sacar el miembro del todo del sexo de Alicia en ninguna de las
embestidas, comenzó a bombear de forma rítmica y constante.
A ella le bastaron un par
de minutos para comprobar que el chico, aunque bien dotado, no tenía demasiada
iniciativa y que, si no alteraba ella misma la situación, se correría demasiado
pronto y ella se quedaría sin orgasmo. La postura excesivamente cómoda para él,
de pie en el suelo, y la cantidad de alcohol que llevaba encima, podían dar al
traste con el goce de Alicia y que el polvo se terminara en tres minutos. Le
puso remedio inmediatamente.
―Para, general… ―le
interrumpió Alicia―. Si sigues así, te vas a correr demasiado pronto y no vas a
llegar al cupo de sanciones.
Alicia se sentó en el
sofá en la posición natural para la que estaba diseñado el mueble, con la
espalda apoyada en el respaldo, el culo en la banqueta y los pies en el suelo.
―De pie ―le dijo al chico
señalando con las palmas de las manos las zonas para sentarse a los lados de
ella.
Él obedeció y escaló al
sofá colocando un pie a cada lado de Alicia, de forma que inevitablemente, su
miembro quedaba ahora justo frente al rostro de ella. Se inclinó hacia delante
para apoyar sus manos sobre el respaldo del sofá y, con la ayuda de Alicia, que
le empujó con sus manos por el culo, aproximó su pene a la boca de ella, que lo
recibió abierta de par en par y deseosa de saborearlo.
Al guardia le sorprendió
un poco que una chica accediera a chupársela después de haberla penetrado. No
era lo más normal. Por regla general, a la mayoría de las chicas no les suele
importar practicar sexo oral, pero casi siempre suele ser antes de la
penetración, como parte de los juegos preliminares. Pero una vez impregnado el
miembro con los flujos vaginales, a casi todas les da asco. Y curiosamente, a
casi ningún chico le da asco hundir su boca en el sexo de una chica. Misterios
de las feromonas.
Pero Alicia era diferente.
Esa era precisamente una de las prácticas que más le gustaban a ella. Su propio
olor y sabor, que en otras ocasiones solo podía degustar de sus propios dedos,
no solo no la molestaba, sino que la encantaba. Y si la cuchara empleada para
probar sus jugos era un miembro tan imponente como el que tenía en la boca en
esos momentos, pues tanto mejor.
Se afanó en chupársela lo
mejor que sabía. No era novata en ello, y sabía proporcionar placer con maestría.
Controlaba a la perfección la fuerza que debía hacer, la succión adecuada que
debía mantener y el cuidado que tenía que tener para no hacerle daño al chico
con los dientes. Y además, sabía combinar las actuaciones de su boca y de sus
manos para hacer varias cosas al mismo tiempo y repartir el placer. Así,
mientras con su cabeza y su boca castigaba toda la longitud de pene que le
entraba, con una de las manos le masturbaba la parte del miembro que no le cabía.
Y con la otra, le sobaba y le apretaba los testículos con cierta violencia.
Sabía hacerlo bien. Con otros chicos también había llegado a hurgar con un
dedito en el perineo y la zona más próxima al ano, pero no todos aceptan esas
prácticas de buen grado y había que ir con cuidado. Además, el civil al que se
estaba comiendo no había pasado por la ducha antes de esta sesión, así que
decidió sobre la marcha que dejaría la zona oscura para otra ocasión. O para
otro chico.
Se concentró en seguir
con la felación un rato más, pero al igual que pasara cuando él la estaba
penetrando a ella, se dio cuenta de que, si seguía con la mamada, el chico se
correría y ella se quedaría sin premio. Volvió a interrumpirle.
―Para, chico ―le dijo―.
Vas muy rápido y yo todavía no estoy ni a tono. Cambio de posición.
Alicia se subió al
respaldo del sofá, sentándose en la parte más alta del mismo y colocando los
pies donde habitualmente se ponen las posaderas y las piernas totalmente
abiertas, y con una indicación que no necesitó mayores explicaciones, el
compañero se hincó de rodillas en el sofá y hundió su rostro en el empapado
sexo de Alicia. Ella gimió y, sin delicadeza de ningún tipo, le agarró por los
pelos y le forzó a que se comiera con cierta violencia lo que ella le ofrecía.
Estaba excitada, algo ebria y no tenía tiempo para perder con remilgos.
Necesitaba llegar al punto necesario de excitación que le permitiera obtener su
propio orgasmo.
Tras un rato disfrutando
del placer que le producía la lengua de su compañero, y del control que ella
ejercía sobre él, dirigiendo en todo momento la sesión, Alicia decidió que ya
era hora de llegar al orgasmo. Tenía ganas de terminar y quedar totalmente
satisfecha, y el arma del muchacho era más que suficiente para lograrlo.
―Para, chaval ―le dijo―.
Que te vas a empachar. Necesito algo más grande que tu lengua ahí dentro.
¡Llévame al dormitorio!
El chico no rechistó ni
lo más mínimo. Se bajó del sofá, aún con las comisuras de la boca brillantes y
empapadas por los jugos de Alicia y, cogiéndola de la mano, la llevó hacia su
habitación.
Por el camino, Alicia
tropezó con sus propios pantalones vaqueros, que habían quedado tirados por el
suelo y, al mirar qué había provocado su traspiés, vio asomar sus esposas en
uno de los bolsillos de la prenda. Su cabeza trazó inmediatamente un plan en el
que pudiera hacer algo con ellas.
Las recogió del suelo
sobre la marcha y, enseñándoselas al chico, le preguntó:
―¿Tienes otro juego?
―Todos los que quieras ―replicó
él sonriendo con maldad y tirando de ella en dirección al dormitorio.
El cuarto era bastante
espacioso para tratarse de una habitación de un piso pequeño. A pesar de ser
soltero y no tener pareja, la cama era de matrimonio y disponía de cabecero y
piecero con barrotes. Alicia supo de inmediato dónde iba a enganchar las
esposas. Y lo que más le gustaba era que había espejos por todas partes, tanto
en las puertas del armario empotrado que había junto a la cama, como en ambas
paredes, la del cabecero y la opuesta. En aquella cama, uno podía verse
haciendo el amor desde todos los ángulos posibles.
Antes de ir a la cama, el
chico condujo a Alicia hasta una cómoda situada en el lateral opuesto al
armario y, con una maquiavélica sonrisa, abrió el primer cajón y le mostró a
Alicia las esposas por las que había preguntado y toda suerte de objetos de los
que se usan habitualmente en las sesiones de sadomasoquismo y bondage: cinchas, correas, pinzas,
fustas y látigos, consoladores, mordazas…
A ella no le iban mucho
esas cosas, pero viendo el arsenal que escondía su compañero, y estando como
estaba, un poco achispada por el alcohol, pensó que a lo mejor era el momento
de probar cosas nuevas.
―¿Te gusta que te azoten?
―preguntó ella.
―Que me azoten, azotar…
Depende del día ―contestó él.
―¿Y esto también es para
ti? ―preguntó cogiendo un enorme pene realístico del cajón.
―Para mí o para ti ―respondió
él metiéndoselo en su propia boca―. Lo que más te guste.
―Vaya, vaya… ―dijo Alicia
bastante sorprendida pero imbuida por las nuevas expectativas que se le
ofrecían― ¿Quién lo iba a decir?
A ella no le iban mucho
esas cosas. Era bastante tradicional, pero desde que se había convertido en
Guardia Civil, reconocía que a veces se excitaba un poco al sentir la autoridad
que el uniforme le confería.
―Vamos a probar con esto ―dijo
ella cogiendo un segundo juego de esposas, unas cintas para los pies y una
fusta terminada en pequeñas tiras de cuero flexibles―. ¡Túmbate en la cama!
El chico entendió a la
primera que esa noche la que iba a mandar era ella. No le importó lo más
mínimo. Estaba acostumbrado a que en unas sesiones él era el dominante y en
otras era el dominado. Hoy le tocaba ser sumiso. Disfrutaba tanto lo uno como
lo otro, así que obedeció a Alicia y se tendió en el centro de la cama boca
arriba.
Alicia dudó un poco, pero
finalmente se atrevió y, rodeando la cama, le colocó los dos juegos de esposas
en las muñecas con los brazos bien abiertos y las enganchó a los barrotes más
alejados del cabecero. Luego se peleó un poco con las correas de los pies, pues
no sabía muy bien cómo funcionaban y, tras seguir las indicaciones del dueño de
las mismas, finalmente le tuvo totalmente atado y abierto completamente de
brazos y piernas, formando un aspa.
Cuando estuvo satisfecha,
echó una ojeada a todos los espejos de la estancia, y verse a sí misma
completamente desnuda frente a un hombre inmovilizado en la cama y con el
miembro totalmente erecto, terminó por excitarla del todo.
Aún con la fusta en la
mano, rodeó de nuevo la cama y se colocó del lado contrario al del armario, de
forma que pudiera verse a sí misma en los espejos de las puertas. Sin
encaramarse aún a la cama, recorrió el cuerpo de su cautivo compañero con el
extremo de la fusta, pasándosela por el torso, el cuello, los costados y las
piernas. Llegó hasta los pies con ella y, desde allí, comenzó a subir por la
cara interna de las piernas hasta llegar casi a los testículos. Los rodeó para
no tocarlos aún, pero se ensañó con el pubis y el escaso y recortado vello que
el chico tenía en esa zona. Subió hasta el ombligo poco a poco y, una vez allí,
se buscó a sí misma en el espejo, se sonrió, y luego le proporcionó un fuerte
zurriagazo en el vientre con la fusta. El chico se estremeció, casi más por el
susto que por el dolor, aunque, a decir verdad, el golpe proporcionó las dos
cosas en gran medida.
―¡Oye! ―protestó él―. Eso
ha dolido.
―Pensé que te gustaba ―dijo
Alicia.
―Bueno… ―continuó él―, me
gusta hasta cierto punto. En mi caso, es más importante la componente mental
que la puramente física. Hay gente que disfruta del dolor. Yo, no tanto.
―Entiendo… ―continuó
Alicia―. Te va más el miedo y el morbo que el dolor puramente dicho. ¿Es así?
―Más o menos ―dijo él.
―Pues lo siento mucho,
nene ―soltó Alicia―. A mí me gusta mucho más proporcionar dolor que amenazar
con proporcionarlo.
Y acto seguido le colocó
el extremo de la fusta sobre los testículos, como preparándose para
proporcionar un nuevo golpe similar al que segundos antes había dado sobre el
vientre.
Al pobre chico se le iban
y se le venían los colores. Estaba totalmente inmovilizado, sin posibilidad de
defenderse o protegerse, ni siquiera encogerse, y la sola idea de recibir en
sus partes un golpe semejante al anterior le aterrorizaba. Él no era purista
del bondage, y por un momento pensó
que había cometido un error al dejarse atar por Alicia. Parecía tan fuera de
sí.
Alicia sí golpeó los
testículos del chico con la fusta, pero no con la virulencia de la vez
anterior. Fue un golpe seco y ligero que sí hizo estremecerse y bufar al dueño
de los testículos, pero no fue, ni mucho menos fuerte y doloroso como habría
sido en esa parte tan delicada un golpe como el anterior.
―¿Así mejor? ―preguntó
Alicia.
El chico no respondió. Se
limitó a jadear y retorcerse en la cama, simulando que intentaba deshacerse de
sus ataduras y exagerando los movimientos.
Alicia repitió el golpe,
pero esta vez sobre el pene, que descansaba totalmente extendido sobre el pubis
del chico. Y este volvió a sobreactuar, tirando con fuerza de las cadenas de
las esposas y simulando que estaba intentando arrancarlas del cabecero. Ella
comprendió el juego. Se trataba más bien de una obra de teatro que otra cosa.
Le cogió el gusto a la fusta, y fue repartiendo pequeños golpes con ella en
distintas partes del chico. Cuando las tiras de cuero tenían que aterrizar
sobre una zona dura, como el pecho, un costado o un brazo, se permitía imprimir
algo más de fuerza al golpe, pero si atizaba en partes blandas como el
estómago, los muslos o los genitales, era más cuidadosa. También en el miembro.
Parecía que el juego
excitaba mucho al chico, pero después de un rato, ella fue perdiendo interés en
la práctica. A ella no la excitaban especialmente estas cosas y, al fin y al
cabo, no habían ido al dormitorio solo para eso sino para echar un polvo. Ella
quería también su parte de excitación, así que cambió de tercio.
Dejó la fusta a un lado,
a uno de los costados del chico, y se arrodilló en la cama, siempre mirándose
en los espejos del armario, para engullir el miembro de su compañero de
trabajo. Alicia había hecho muchas felaciones en su vida, pero jamás se había
visto a sí misma hacer una en un espejo. Contemplarse haciendo esa práctica fue
lo que terminó de excitarla todo lo que el juego de la fusta no había logrado
antes. Se miraba y se gustaba haciendo lo que hacía, y ver desaparecer el
enorme pistolón del chico en su boca la puso como una moto. Succionó con mucha
más fuerza y virulencia, casi con furia, y acompañó los movimientos de su
cabeza con los de una mano para masturbar el miembro al mismo tiempo que lo
chupaba. Y todo ello sin perder ni un solo detalle de todo lo que pasaba en el
espejo de enfrente.
Con el nivel de
excitación ya por las nubes, abandonó el miembro y, sin dejar de contemplarse a
sí misma en el espejo, trepó por la cama y por encima del atado cuerpo de su
compañero hasta que le colocó el sexo sobre la cara. Le agarró la cabeza con
furia y le obligó a restregar su cara por toda la longitud de sus labios
vaginales. La cabeza era lo único que no estaba atado y tenía cierta movilidad,
así que Alicia no dudó en levantársela y bajársela como si fuera un juguete
para que todas las partes de la misma, barbilla, nariz, boca, frente… se
rozaran contra su licuado sexo.
En un momento dado, el
chico intentó protestar un poco, como queriendo decirle a Alicia que ya no
quería chupar más en su entrepierna, pero ella lo solucionó rápidamente. Volvió
a coger la fusta y, sin miramientos, le atizó un nuevo golpe en los testículos,
esta vez algo más fuerte que las veces anteriores. Surgió efecto de inmediato.
Las pelotas se encogieron proporcionalmente la misma cantidad de centímetros
que la lengua del chico salió de su boca para hundirse en la vagina de Alicia.
―¡Eso es! ―gritó ella
mientras se miraba en el espejo―. No se te ocurra dejar de chupar.
El chico sollozó, pero se
afanó en hacer lo que se le ordenaba por miedo a recibir un nuevo azote. Alicia
aún blandía la fusta amenazadoramente en su mano, así que era mejor no hacerla
enfadar. Al fin y al cabo, la situación completa era más o menos lo que había
estado buscando con ella desde el principio; llevársela a la cama y tener sexo
con ella. Y si por el camino se había llevado puesto un poco de sado, que
también le gustaba, pues tanto mejor. ¿Qué más quería? Estaba atado, que le
encantaba, estaba practicando sexo con su compañera, que estaba como un tren, y
suponía que tarde o temprano ella querría volver a tener su miembro enterrado
dentro para obtener su ansiado orgasmo.
Y no le faltaba razón. En
un momento dado, Alicia se bajó de la cara del chico y volvió, sin dejar de
mirarse en el espejo lateral en todo momento, a meterse el pene otra vez en la
boca. El chico jadeó y Alicia comprobó que la temperatura del miembro era
considerablemente más alta que las veces anteriores. No debía faltarle mucho
para explotar.
Trepó sobre él y, sin
previo aviso, se ensartó el miembro en su propio sexo. La mezcla de saliva y
líquido preseminal que embadurnaba el pene, así como lo empapadísimo que Alicia
tenía ya su conducto, hicieron que la operación fuera sencilla, rápida e
indolora. El chico era largo y ella sintió cómo llegaba hasta lo más profundo
de su ser. Se quedó inmóvil unos segundos, como queriendo disfrutar del
momento, sopesar las dimensiones y tamaños, y hacerse a la idea de que los
próximos minutos iba a saltar como una posesa sobre ese tremendo mástil.
Pero para sorpresa del
chico, que ya se veía siendo asaltado por Alicia sin que él pudiera presentar
la más mínima resistencia por estar atado, apenas dos mete y saca después,
Alicia descabalgó y de nuevo volvió a meterse el pene en la boca. Él no lo
sabía y estaba un poco desconcertado, pero lo que Alicia buscaba era excitarse
aún un poco más. Y una de las prácticas que más disfrutaba era degustar sus
propios sabores y efluvios usando como cuchara el pene del chico con el que se
lo estaba montando. Primero lo lamió por la parte baja, como si quisiera evitar
que los flujos llegaran hasta los genitales, y desde ahí, fue rodeando poco a
poco el pene con la lengua para asegurarse de dejarlo totalmente limpio de
cualquier resto. Finalmente, se lo metió entero en la boca y lo succionó tan
fuerte como pudo. Pareciera que estuviera tratando de absorber cualquier
líquido, suyo o de ella, que circulara por el conducto interno. Tenía que
asegurarse de que cualquier líquido pasara del cuerpo del chico, el cavernoso,
al suyo, primero a su boca y después a su estómago.
Pero sabía que no podía dedicarle
demasiados minutos de lengua al hinchado miembro. El chico estaba a punto de
caramelo, y si se descuidaba un poco, se derramaría en su boca. No es que a
ella le hubiera importado mucho ese hecho, pero eso arruinaría todo su placer y
su clímax. Y no había llegado hasta ahí solo para satisfacer las necesidades
del pistolón. Ella era la artífice principal de toda la excitación de ambos
hasta ese momento, y ambos tenían que correrse. No había otra opción.
Así que, decidida a
obtener su orgasmo, trepó por el inmovilizado cuerpo del chico y volvió a
sentarse sobre el ariete. Lo hizo suavemente, ayudándose con una mano a embocar
el glande sobre su entrada y, sin violencia, pero tampoco sin miramientos, dejó
caer su cuerpo poco a poco hasta que los dos pubis se unieron y pudo sentir el
nacimiento de los testículos presionando también sobre sus labios. El condenado
guardia era muy largo y notó que la cabeza del pene llegó muy adentro en su
interior. Eso la satisfizo. Tendría muchos centímetros con los que rozar sus
labios en cada entrada y salida.
Las primeras veces, y
debido a su posición dominante sobre él, fue Alicia la que hizo los movimientos
pélvicos necesarios para que pene y vagina se acoplaran y desacoplaran
alternativamente. Pero después de la primera docena de autopenetraciones,
Alicia decidió que el resto del trabajo lo iba a tener que hacer el compañero.
Ella estaba cansada, demasiado borracha y, aunque no quería desatar al chico,
quería ser ella la que sintiera los empujones y no tener que darlos ella.
Se inclinó hacia delante,
apoyando sus pechos sobre el fornido busto del agente, elevó un poco las
nalgas, casi dejando el pene al descubierto del todo pero sin sacarlo entero, y
le susurró al oído.
―Ahora quiero que me embistas
tú.
El chico, espoleado por
la sensualidad de Alicia, la calidez de sus preciosos pechos sobre él, y su
pene aún aprisionado en parte por la vagina, comenzó a hacer lentos movimientos
con sus caderas hacia arriba. No le resultaba del todo cómodo, pues al tener
las piernas atadas y totalmente abiertas, no podía ayudarse con los talones,
pero aun así, se las ingenió para conseguir que su pelvis se desplazara arriba
y abajo lo suficiente como para que el miembro entrara y saliera del todo del
sexo de Alicia.
Ella gimió y se dejó
hacer, abriendo un poco más las piernas para que la penetración fuera más
profunda y relajando prácticamente todos los músculos de su cuerpo. Su orgasmo
estaba cerca y quería que el chico llegara hasta el fondo y golpeara con rabia
su perineo con sus testículos en cada embestida.
Pero el chico comenzó a
aflojar. Lo incómodo de la posición, el agotamiento físico que ya acusaba, y la
cantidad de alcohol que circulaba por su cuerpo, hicieron que las embestidas
poco a poco fueran perdiendo fuerza e intensidad.
―No aflojes ―le dijo
Alicia de nuevo en el oído.
Aquellas palabras solo
funcionaron un minuto más. Sí empezó a empujar de nuevo con cierta fuerza, pero
al poco tiempo los movimientos volvieron a ser lentos y acompasados. Llegaba
hasta el fondo y casi salía del todo de Alicia, pero lo que ella necesitaba era
velocidad, fuerza y empujones. Y el agente no estaba cumpliendo con lo que ella
necesitaba.
Alicia palpó con su mano
derecha por la cama hasta que encontró la fusta. Y sin pensarlo ni por un
segundo, le arreó un fortísimo zurriagazo al agente en el muslo.
―¡He dicho que no
aflojes!
La vara rasgó el aire y
un fuerte chasquido resonó en toda la habitación cuando las tiras de cuero
impactaron contra la blanquecina piel del muchacho. El chico gimió de puro
dolor, pues el golpe le escoció de lo lindo, pero inmediatamente comenzó a
bombear de nuevo.
El siguiente golpe,
cuando Alicia sintió que volvía a desfallecer, fue a parar al costado, zona
mucho más sensible que la dura pierna.
―¡No puedo más! ―protestó
él.
Alicia ignoró sus
protestas y le rodeó el cuello con una mano, apretando ligeramente sobre su
garganta.
―O empujas más fuerte, o
te vas a llevar unos cuantos fustazos ―le dijo mirándole a los ojos.
Él se esforzó por
embestir con más fuerza a su amazona, pero la verdad es que las fuerzas le
fallaban ya y las penetraciones eran cada vez menos profundas.
Alicia temió que su
orgasmo se fuera al garete si el chico se quedaba sin fuerzas del todo, así que
se lo jugó todo a una carta. La fusta. El chico respondía satisfactoriamente a
cada azote de la fusta, así que, aunque le dejara algunas marcas, decidió que
le atizaría sin compasión hasta que ambos se corrieran.
―¡Vamos! ―le gritó―.
¡Empuja más fuerte, cabrón! ¡Parces una nena!
Y la fusta volvió a
silbar en la habitación justo antes de aterrizar de nuevo en el muslo.
Funcionaba. Con cada fustazo, el agente se revolvía y empujaba más fuerte,
aunque tan solo durante dos o tres embestidas más. Y cuando decaía, un nuevo
golpe de Alicia le espoleaba y bufaba y empujaba hacia arriba más fuerte,
haciendo que su pene se enterrara entero en Alicia y volviera a salir a la luz
acto seguido.
Llegó un momento en el
que se producían casi tantos fustazos de ella como empellones de él. Parecía
que Alicia estaba cabalgando en plena carrera del Gran National y que, como los jockeys
ingleses, si no atizaba a su caballo fuerte en cada zancada, el animal no
corría lo suficiente. Con casi idéntica posición que los jinetes de Liverpool,
pero agarrando el cuello del semental en lugar de las riendas, y atizando al
chico en el muslo en vez de en la grupa de un caballo, Alicia se envenenó con
los golpes y comenzó a azotarle una y otra vez, cada vez más fuerte y cada vez
más rápido, para que el chico no bajara el ritmo. Se conseguía el objetivo a la
perfección, pues los golpes eran tan severos, y la zona de la pierna donde
aterrizaban estaba ya tan castigada y dolorida, que el chico comprendió que
hasta que su amazona no llegara al clímax, no terminaría su suplicio. Se armó
de fuerza y de valor, entre otras cosas para concentrarse mejor en lo que
sentía su pene en vez de su pierna, y sacó fuerzas de donde no tenía para darle
a su castigadora lo que le demandaba.
Comenzó a empujar tan
fuerte y tan violentamente que en ocasiones llegaba incluso a levantar a Alicia
de sus apoyos en la cama. Si eso era lo que ella buscaba, era lo que iba a
tener. El sudor corría por su frente y por su pecho como si hubiera corrido una
maratón en pleno verano, y su pelvis impactaba con toda la fuerza que le era
posible en el pubis de Alicia. Y por el efecto catapulta, los testículos
viajaban sin control de arriba abajo, golpeando furiosamente el sexo de Alicia
en cada uno de los empujones.
―¡Dios! ―gritó Alicia―.
¡Cómo me gusta! ¡No pares ahora! ¡Sigue!
Los golpes de la fusta,
aunque no del todo, aminoraron en fuerza y cantidad, ya que Alicia estaba
llegando a su clímax y no era capaz de coordinar los movimientos de cadera,
pelvis y mano de forma simultánea, ganando importancia solo aquellos que le
proporcionaban más placer, los sexuales. Se puso rígida, como si le hubiera
dado un calambre, y comenzó su éxtasis al mismo tiempo que el agente alcanzaba
también su punto de no retorno y comenzó a vaciarse en el interior de ella.
Con un berrido propio de
un animal acorralado, herido y asustado, el guardia encorvó todo su cuerpo,
apoyando todo su peso únicamente sobre sus talones y su cabeza, y levantó su
pelvis tanto como le fue posible, levantando en vilo a Alicia al tiempo que su
miembro alcanzaba la parte más profunda de su sexo. Alicia sintió la presión en
su interior como nunca antes la había sentido, ni tan fuerte ni tan profunda, y
aquello provocó que ella alcanzara por fin su clímax.
El agente, por su parte,
tras ese empujón bestial, volvió a dejar descansar todo su cuerpo sobre el
colchón, pero comenzó una nueva serie de convulsiones hacia arriba que, si bien
no fueron tan violentas como la inicial, sí tenían fuerza suficiente como para
que Alicia finalmente experimentara lo que tanto tiempo llevaba deseando. ¡Que la
penetraran con fuerza y violencia!
El chico comenzó a
eyacular en el interior de Alicia y ella, al sentir el ardiente caudal
abrasando sus paredes, se sintió por fin satisfecha y alcanzó su orgasmo con
una increíble temblequera de todo su cuerpo. Tiritaba como si estuviera
sufriendo una hipotermia severa y se encogió en posición fetal sobre el cuerpo
de su compañero, aunque sin desacoplarse de la unión genital que mantenían. Se
dejó ir y se concentró en los golpes que su compañero le proporcionaba en su
pelvis, en sus nalgas y en su interior y, con los ojos cerrados, disfrutó del
torrente viscoso y ardiente que arrasaba su sexo.
Las embestidas del agente
fueron innumerables, y con cada una, un chorreón de semen cambiaba de cuerpo,
viajando desde el de él hasta el de Alicia, llenándola poco a poco y aumentando
por segundos la temperatura del ya de por sí ardiente sexo de la motorista.
Alicia perdió la cuenta
de las veces que había sufrido un empujón en el centro de su cuerpo. Se limitó
a disfrutar cada uno de ellos, y dejar que su orgasmo se solapara con el del
compañero, que poco a poco fue aflojando la fuerza y la virulencia de las
embestidas. Tras un minuto vaciándose en ella, finalmente quedó laxo, exhausto
y totalmente agotado, fulminado, terminado. Alicia tampoco tenía muchas más
fuerzas que él, así que permaneció inmóvil sobre él, unidos por los sexos y
boqueando y respirando trabajosamente hasta poder recuperarse.
Cuando ambas respiraciones
regresaron a una velocidad normal, la rigidez del miembro del guardia comenzó a
ceder y, junto a ella, la presión que ejercía sobre los labios externos de la
vagina de Alicia disminuyó lo suficiente como para permitir pequeñas fisuras y
huecos, y algunos restos líquidos de la batalla genital comenzaron a aflorar. A
medida que el pene perdía su erección y se replegaba, una espesa y viscosa
mezcla de fluidos de ambos empezó a resbalar por gravedad, abandonando la
cavidad de Alicia y encontrando su camino natural por el perineo del agente
hasta alcanzar el colchón. Él no podía hacer nada por evitarlo, pues estaba
atado, y a Alicia le importaba un bledo lo que le pasara al ano o al colchón de
su compañero de trabajo. Rodó hacia un lado, descabalgando por fin, y se quedó
tendida junto a él en la cama, manteniendo una pierna aún sobre las suyas, y
usando su inmovilizado brazo como almohada.
Justo cuando Alicia
empezaba a quedarse dormida y el agente detectó que su respiración iba a
convertirse en leves ronquidos, él pidió que le liberara.
―¿Puedes desatarme ya,
por favor?
―De eso nada, nene ―replicó
ella―. Lo último que necesito esta noche es que andes molestándome y sobándome.
Estoy cansada y borracha y quiero dormir. Ya mañana te desato.
Y con las mismas, buscó
las sábanas, se tapó con ellas, también al compañero y, dándole la espalda, se
acurrucó y se quedó completamente dormida.
El chico no daba crédito
a lo que le acaba de decir Alicia, pero también estaba borracho y cansado y,
sin poder moverse, esbozó una ligera sonrisa que nadie vio y también se quedó
profundamente dormido. Inmovilizado, pero dormido.
Al día siguiente, bien
entrada la mañana y con algo de resaca aún, Alicia desató al muchacho y, tras
amenazarle con la fusta advirtiéndole de que no quería escuchar ni un solo
comentario sobre lo ocurrido anoche, ni en su casa ni en el cuartel, ni por
supuesto de boca de ningún compañero, se vistió y se marchó sin ni siquiera
decirle adiós. Solo había sido un polvo. El chico estaba cañón, pero no quería nada
con él, así que lo mejor era no darle falsas esperanzas. Era mejor olvidarle
cuanto antes. No quiso ni desayunar con él. Lo hizo sola en una cafetería de
camino a su casa.
Como tenía turno de
tarde, pasó el resto de la mañana sola en su casa, poniendo un poco de orden en
sus cosas y en sus pensamientos. Se dio un buen baño para eliminar todo rastro
de la sesión de la noche, comió pronto, sola, se echó una pequeña siesta para
reponer fuerzas, y luego se fue al cuartel a comenzar su jornada laboral
vespertina.
En el cuartel apenas
cruzó palabras con sus compañeros. Solo algún saludo de soslayo, casi todos con
un simple gesto de la cabeza y dio gracias al cielo por no haberse cruzado en
ningún momento con el compañero que se había tirado solo hacía unas horas.
Enfundada ya con su ropa
de carretera, salió con su BMW oficial a hacer unos pocos kilómetros y a
intentar despejarse un poco. Necesitaba asimilar el extraño polvo de la noche
anterior, en especial toda la parafernalia de las ataduras, la fusta y la extraña
sensación de sentirse poderosa usando la violencia, aunque fuera moderada. Pero
necesitaba también pensar en el asunto que le reconcomía la cabeza desde hacía
días sobre las órdenes de sus superiores por las que tenía que esmerarse en
poner más multas y, además, comenzar a hacerlo ese mismo día.
Tuvo que ser su pareja de
rutas el que la sacara de su ensimismamiento y llamar su atención a través de
la radio. Estaba conduciendo demasiado deprisa y no lograba alcanzarla. Cuando
por fin el compañero la alcanzó, no sin mucho esfuerzo y hasta jugándose el
tipo para recortarle la ventaja que le había sacado en pocos kilómetros, la
hizo parar en el arcén y, ya bajados de las motos, se enzarzaron en una fuerte
discusión.
Él la recriminaba la
forma suicida de conducir, y ella, que no le dejara hacer su trabajo en paz y
que se entrometiera en sus asuntos. Ambos alzaron la voz y al final, en mitad
de la discusión, salió a la luz el verdadero motivo por el que Alicia estaba
tan enfadada. Rehusaba tener que poner multas sin ton ni son porque no le
gustaba la idea de la “recaudación”. Pero el compañero, con bastante más
experiencia que ella, le hizo comprender que no podía hacer nada y que, si
quería conservar el puesto, tendría que pasar por el aro.
Y pese a sus reticencias,
finalmente Alicia comprendió que era una batalla perdida y que, por el bien de
su puesto, lo mejor era tragar. Había trabajado demasiado durante los últimos
años como para tirarlo todo por la borda por un absurdo conflicto ideológico.
El compañero le enseñó que, además, las carreteras están plagadas de
especímenes realmente peligrosos, y que era bueno localizar a esa gente y
sacudirles donde más les duele, en la cartera. Y si se les podía sacar de la
circulación a base de retirada de puntos del carné, pues tanto mejor para
todos. Al final, eran un cáncer para los demás y Alicia entendió que podría
focalizar sus iras contra esos despojos de la sociedad. El compañero le hizo
ver que no tenía que sentirse mal por sancionar y atosigar a drogadictos, gente
que bebe al volante, todos aquellos que conducen con temeridad y sin respetar
las normas y, en general todos los “fuera de la ley”. Piensa en todo el daño
que le pueden hacer a una familia que viaja con niños en carretera, le dijo el
compañero.
Y funcionó. Durante varios
días, Alicia comprobó que cada vez que sorprendía a un fulano en la carretera
cometiendo infracciones graves, en la mayoría de los casos, si escarbaba un
poco, casi siempre la infracción primera se podía acompañar de otras muchas,
tales como papeles no en regla, seguros caducados, ITV sin pasar y muchas
otras, incluyendo alcoholemias y positivos en todo tipo de drogas.
Se centró en ese tipo de
conductores y, con el tiempo, comprendió que yendo a por ellos, lograba a la
perfección dos objetivos. Por un lado, cumplía con su cupo de multas y
sanciones, y por otro, sacaba de la circulación a muchos indeseables. Llegó a
aprender a detectar ese tipo de infractores solo por su aspecto, y a veces
llegaba incluso a parar a más de uno simplemente por su indumentaria y el
estado del vehículo, para luego comprobar, una vez parado, que era otro de esos
“conductores modelo”.
Pasado un tiempo en el que el asunto ya le funcionaba más o menos bien a pesar de que aún iba algo justa con el cupo de sanciones, un día le pasó una cosa muy curiosa.
Estaba junto a su
compañero haciendo su habitual ronda con las motos, cuando sorprendió a un
coche circulando a una velocidad mucho más que excesiva. Ella iba detrás del
compañero y, justo cuando iban a incorporarse a una carretera comarcal, un
coche salió de la nada como un cohete a reacción y a punto estuvo de
atropellarlos a los dos. El compañero tuvo buenos reflejos y consiguió evitar
el impacto contra el coche, pero al hacer la maniobra de evasión, perdió el
control de su moto y se salió de la carretera, chocando directamente contra uno
de los peligrosísimos quitamiedos y dejando la moto completamente inutilizada.
Alicia, como iba detrás y tuvo algunos segundos más para reaccionar, pudo
hacerse bien con la moto y no cayó. Al ver al compañero en el suelo, paró
inmediatamente a su lado para socorrerle, pero este le dijo que estaba bien y
que saliera corriendo a parar al desgraciado.
―¡Estoy bien! ―dijo el
compañero―. No ha sido nada. No tengo nada roto.
―¿Seguro? ―preguntó
Alicia un poco asustada.
―¡Sí! ¡Seguro! ―respondió
él levantándose―. ¡Ve a por ese hijo de puta y empapélalo!
A Alicia no le hicieron
falta más indicaciones. Metió un zapatazo a la palanca de cambios de la BMW y
salió disparada en busca de aquel loco. Encendió todas las luces de prioridad y
estroboscópicas de la moto, accionó la sirena y comenzó a conducir todo lo
rápido que podía, lo que podía la moto, y lo que podía ella. Arriesgaba
bastante en curvas y frenadas, pero su pericia y el entrenamiento recibido
consiguieron que poco a poco fuera recortando la distancia con el fugitivo. Por
fortuna, no era una carretera de doble carril, donde un buen coche podría alcanzar
velocidades altísimas y habría sido muy difícil pillarle. Al ser una zona de
muchas curvas, algunas de ellas muy reviradas, la moto tenía ventaja por su
agilidad y no tardó más que unos pocos minutos en darle alcance.
Cuando finalmente llegó
hasta una distancia en la que el conductor suicida podía verla perfectamente
por el retrovisor y además escuchar las señales acústicas de su sirena, comenzó
a hacerle señales con uno de los brazos para indicarle que redujera la
velocidad y se apartara hacia el arcén. Pero aquel loco no le hizo ningún caso
y continuó conduciendo como si estuviera huyendo del mismísimo diablo.
Alicia pidió refuerzos por radio porque veía que la cosa no iba a ser sencilla, pero aun así, quería poder controlar ella sola la situación y...
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