Alicia no era una experta
en sexo, ni mucho menos, pero sí tenía un buen bagaje en lo que aventuras de
cama se refería. Había estado con bastantes chicos desde su época de
adolescente, y había probado bastantes cosas. O al menos, bastantes de las que
ella consideraba normales. Era difícil establecer las líneas rojas para
determinar lo que era “normal” y lo que no lo era, pero ella tenía las cosas
más o menos claras.
Se guiaba un poco por los
mismos criterios que seguía cuando buscaba porno en Internet. Sí, las chicas
también consumimos porno. De los cientos de categorías que suelen tener los
portales más importantes dedicados a la pornografía, ella apenas usaba unas
pocas de ellas. Las que eran demasiado bizarras o extravagantes simplemente las
ignoraba y, de la misma forma, en la vida real, también procuraba hacer más o
menos las mismas cosas.
Para ella era normal el
sexo oral, tanto darlo como recibirlo, hacer el amor al aire libre, también en
lugares más o menos concurridos (lo había hecho con completos desconocidos), el
sexo con alimentos (había jugado con nata, fresas, plátanos y hasta con alguna
cucurbitácea, como los pepinos y los calabacines), e incluso había practicado
sexo anal en varias ocasiones. Aceptaba más o menos de buen grado que los
chicos finalizaran sobre cualquier parte de su cuerpo, incluso en su cara, y
hasta había llegado a permitir a algún chico terminar dentro de su boca y
tragar su semen. No era algo que la entusiasmara, pero estuvo muy enamorada de
esos chicos y ya se sabe que el amor todo lo puede, aunque no siempre fuera
correspondida.
También había
experimentado el sexo con más de una persona al mismo tiempo y había hecho
tríos, tanto con dos chicos a la vez, como con parejas compuestas por un chico
y una chica. No se consideraba lesbiana, ya que le atraían claramente los
chicos, pero había disfrutado lo suficiente durante esos tríos de la compañía y
los besos de alguna chica y no le desagradó lo más mínimo. Pero era plenamente
consciente de que, si le dieran a elegir, siempre prefería un chico. Se decía a
sí misma que podría mantener sexo con otra mujer siempre que alcanzara la
excitación suficiente que le producía el sexo opuesto y la posibilidad de
quedar plenamente satisfecha de forma natural, es decir, la intervención del
factor masculino de alguna forma, ya fueran besos, caricias, felaciones o
penetraciones.
Consideraba todas esas
cosas dentro de las “prácticas sexuales normales” y no se arrepentía ni de
haberlas practicado, ni de haberlas disfrutado. Porque sí, las había
disfrutado. ¡Y mucho! Todas esas prácticas las disfrutó en su día, y estaría
dispuesta a disfrutarlas de nuevo si se diera el caso. No es que fuera
buscándolas permanentemente, pero era consciente de que este tipo de cosas,
especialmente los tríos, no surgen fácilmente y, cuando se presentaba la
ocasión, no desaprovechaba la oportunidad.
Aún tenía pendiente la
participación en una sesión de sexo con más cantidad de personas. Llamarlo
orgía se le hacía un poco cuesta arriba, pero al fin y al cabo era lo que era.
Sexo en grupo, orgía… Trataba de engañarse a sí misma pensando que era como un
trío, pero con más gente. Esa era su línea roja hasta el momento. Alguna vez
había fantaseado con ello, pero no se había atrevido ni a buscarlo.
Sin embargo, había
ciertas prácticas y cosas que jamás se permitiría realizar, ni por muy
enamorada que estuviera, ni por muy divertidas y excitantes que se las pintaran.
De ese modo, jamás aceptaría el bondage
extremo, el uso de la violencia, la necrofilia, el sexo entre familiares y
cosas similares. Por supuesto, el sexo con animales era algo que ni se le
pasaba por la cabeza, ya que no solo no la excitaba, sino que le parecía
repulsivo, aberrante y repugnante. Todas esas “categorías” de su página porno
favorita no eran visitadas nunca, y probablemente nunca lo harían. Y del mismo
modo, esas categorías probablemente jamás darían el salto a su vida real
tampoco.
Pero había una cosa que
sí le llamaba mucho la atención y que, a pesar de considerarla una “práctica
normal”, no había tenido la ocasión de probarla nunca. Se trataba de tener
relaciones con una persona de color. Interracial, lo llamaban en las páginas
porno.
Se dio cuenta de ello un
día casi por casualidad mientras surfeaba su web porno favorita. Había puesto
en el buscador de vídeos el acrónimo “BBC”
cuyas siglas no significaban precisamente British
Broadcasting Corporation, la radio televisión pública británica, sino más
bien Big Black Cock (Polla Negra
Grande). Y no lo había hecho por el color, sino por el tamaño. En su larga
lista de ligues, había visto y disfrutado penes de más o menos todos los
tamaños, pero nunca como los que aparecen en los portales porno. Ella sabía
perfectamente que los actores dotados con esos miembros tan extraordinariamente
grandes y descomunales eran contratados precisamente por eso, y que esas
medidas no abundan en la vida real. Y no es que a ella le importara
especialmente el tamaño, pues valoraba mucho más la destreza del amante que el
tamaño de su miembro, pero sí era cierto que, puestos a elegir, los prefería
grandes (siempre que no se descuidara la destreza).
Por eso, a veces buscaba
vídeos especialmente clasificados en la categoría de penes grandes. Y todo el
mundo sabe que, estadísticamente hablando, la raza de color está dotada con
miembros más grandes que el resto de las razas. Puede parecer un estereotipo,
pero la verdad es que es así.
Se excitaba sobremanera
cuando en los vídeos veía que las chicas que manipulaban esos miembros
necesitaban dos manos para abarcar la longitud completa de esos penes, o que
los esfuerzos para introducírselos en la boca eran no poco dificultosos. Le
llamaba mucho la atención cuando en los vídeos se comparaba el tamaño de uno de
esos enormes penes con el antebrazo de la chica de turno, poniendo uno sobre
otro y haciendo notar lo extraordinario del tamaño. Se miraba su propio brazo y
se preguntaba cómo sería poder tener sexo con un pene de ese tamaño.
Y así, viendo ese tipo de
vídeos, que los buscaba más bien por el tamaño y no por el color, se dio cuenta
de que la mayoría de ellos estaban protagonizados por hombres de raza negra. Y
fue ahí donde se dijo a sí misma que quería probar un pene grande de color. Y
sí, tenía que tener los dos atributos al mismo tiempo. Debía ser grande y de
color, porque nunca había estado con un chico de esa raza y nunca había probado
un pene de dimensiones “fuera de lo normal”. La decisión estaba tomada. Tendría
que ligarse un chico de chocolate.
Ligar nunca había sido un
problema para Alicia. Era guapa, resultona, simpática y muy dicharachera, y
además tenía mucho estilo para vestirse, maquillarse y arreglarse, lo que la
hacía destacar y llamar la atención allá donde fuera simplemente con su
presencia. Y por supuesto, una vez establecido el “contacto” con un objetivo,
su conversación, su desparpajo y su simpatía hacían el resto de la misión fácil
y rápidamente. No había muchos chicos capaces de resistirse a sus encantos si ella
ponía los ojos sobre uno en concreto.
El problema era encontrar
un chico negro. ¡No conocía ninguno! No había ninguno en su entorno más
próximo, así que le tocaría empezar desde cero e investigar dónde podría
encontrar uno. Su trabajo era doble. Primero buscarlo y encontrarlo, y luego
ligárselo.
Metódica como era, lo
primero que hizo fue repasar su agenda de contactos de Google, en la que
almacenaba cerca de mil direcciones de correo electrónico y números de
teléfono. No buscaba ningún chico de color entre sus contactos. Sabía que no lo
tenía. Pero se detenía en cada una de las entradas y le otorgaba a cada
contacto unos segundos para pensar si podía relacionar a esa persona con otra
de color, tanto por amistad, como por trabajo o alguna otra circunstancia. Fue
totalmente en vano. Apenas había repasado un par de docenas de registros de la
agenda, desistió por el ingente esfuerzo que esa estrategia le iba a exigir.
Demasiado tiempo, del que no disponía, y demasiado trabajo que probablemente no
proporcionaría ningún fruto. Ella necesitaba follar con un bombón de chocolate
cuanto antes y no podía perder tiempo delante de un ordenador días y días.
Comenzó a pensar en otras estrategias.
Barajó Tinder y otros servicios online para conseguir
citas, pero también los desestimó rápidamente. Le daba una pereza tremenda
tener que crearse un perfil ad hoc y
comenzar una búsqueda que por otra parte podía alargarse también de forma
indefinida en el tiempo. Además, no le apetecía que su cara, sus fotos y su
información estuvieran circulando por la red sin ningún tipo de control. Y
menos en ese tipo de redes.
No, ella era de la vieja
escuela y confiaba plenamente en sus dotes y capacidades personales. Prefería
hacer las cosas a la vieja usanza, como se habían hecho siempre. El problema
era que tampoco abundaban los chicos de color en su ciudad, y no recordaba
haber visto ninguno en los sitios de copas a los que solía acudir para
socializar con sus amigos. Tenía que buscar otra forma de hacer las cosas.
¡Deportes! ¡Eso es! Los chicos
de color suelen destacar en los deportes porque suelen ser más atléticos, más
fuertes y más rápidos que los demás. Casi todos los equipos de fútbol,
baloncesto y rugby tenían algún jugador extranjero de color en sus filas. Si
había algún hombre con las características físicas que Alicia necesitaba,
seguro que estaba alistado en alguno de los equipos de la ciudad. Y no se
equivocaba.
Descartó el fútbol de
inmediato porque los futbolistas son demasiado conocidos y, como la mayoría
están forrados de dinero, casi todos tienen demasiadas moscas alrededor.
Entiéndase por moscas novias y modelos tipo Barbie,
cazafortunas y demás oportunistas que intercambian rápidamente tangas por
billetes.
Y con el baloncesto,
aunque un poco menos que con el fútbol, las cosas eran parecidas. Además, las
desproporcionadas dimensiones de los jugadores la preocupaban un poco. Vale que
ella quisiera un buen BBC, pero si
las proporciones de todos los miembros del cuerpo de los baloncestistas
guardaban sintonía con la estatura de esos fulanos, no quería ni pensar cómo
sería el pene de un jugador de más de dos metros de altura. Tampoco era
cuestión de empacharse con demasiado chocolate en el primer intento. Prefería
ir algo más despacio y poco a poco.
El rugby la atraía más.
Los jugadores eran más modestos, menos conocidos y sería más fácil aproximarse
a ellos. Seguro que estaban menos endiosados que las estrellas de los otros
deportes que, por otra parte, salían con mucha frecuencia por la tele.
El domingo había derbi en
la ciudad. Los dos equipos locales, que además eran de lo mejorcito del país y
rivalizaban siempre por ganar la liga, se cruzaban en un emocionante partido y
Alicia tendría ocasión de ver a todos los jugadores en acción.
Ella no entendía mucho de
rugby, ni falta que le hacía. Le bastaba con ver a los maromos en el terreno de
juego corriendo como locos de un lado para otro detrás del melón, comprobar
cuántos había de color e investigar si había posibilidad de acercarse a alguno
de ellos después del partido, preferiblemente sin pareja.
Y allá que se fue. Sin
encomendarse a nada ni a nadie, y completamente sola, se presentó el domingo en
las instalaciones deportivas al aire libre donde se jugaba el partido. Sacó su
entrada y se instaló en un punto más o menos central de las gradas y lo más
abajo posible para poder ver a los jugadores de cerca cuando se acercaban a los
banquillos en los descansos o en los tiempos muertos.
Lo primero que le llamó
la atención fue el ambiente familiar que reinaba en la grada. Los jugadores aún
no habían saltado al terreno de juego, así que se entretuvo en observar a la
gente que tenía a su alrededor. Casi todos los grupos estaban integrados por
matrimonios jóvenes, muchos con varios niños, y se notaba que la mayoría se
conocían entre ellos, incluso siendo de equipos rivales a juzgar por sus
vestimentas y accesorios identificativos y la parafernalia de cada equipo,
tales como bufandas, camisetas, banderolas, gorras…. Se preguntaban unos por
otros, se interesaban por los familiares no presentes, intercambiaban opiniones
acerca los trabajos de cada uno y, en definitiva, usaban el encuentro para
socializar y dejarse ver. Las cervezas, en vasos de plástico, corrían por las
gradas como si las regalaran, y la verdad es que el tiempo invitaba a ello, ya que
era una preciosa mañana de primavera, muy soleada y templada, y al sol hasta se
notaba un poco de calor.
Finalmente, tras el
anuncio realizado por megafonía, los jugadores saltaron al terreno de juego.
Los capitanes se estrecharon las manos entre sí y con los árbitros y se
procedió al habitual sorteo de campo y turno de saque. Alicia solo necesitó
esos pocos minutos para otear sus objetivos y comprobar, con gran alivio, que
había varias opciones donde elegir en los dos equipos. Contó hasta siete jugadores
de color. Ahora solo faltaba ir estudiando uno por uno para ver si alguno
cumplía con sus expectativas.
Descartó a un par de
ellos rápidamente por su físico. Eran demasiado gruesos. Luego aprendió que ese
tipo de jugadores son los que aportaban la fuerza bruta para empujar en la
primera línea de las melés. Alicia nunca había visto una melé en su vida y
quedó un tanto impactada cuando aquellas moles chocaron entre sí en la primera
del encuentro. Pensó que se habían chocado de cabeza unos con otros, como los
carneros, y que en el impacto se tenía que haber partido algún cráneo. Ella no
quería un chico tan grueso en su cama. Necesitaba alguien más atlético y con un
físico más apolíneo, pero al mismo tiempo también algo musculado y con mucha
fortaleza. Si algo le gustaba a Alicia eran los vientres planos, duros y, en
este caso más que nunca, con “tabletas de chocolate” en los abdominales.
Ella no entendía
absolutamente nada de este deporte tan complejo, pero a medida que el encuentro
se desarrollaba, y escuchando lo que decían los comentaristas por la megafonía
y los espectadores más próximos que tenía a su alrededor, pronto aprendió lo
que era un talonador, un medio melé, un pilier, un segunda línea, un ala o un
zaguero. Para cuando llegaron al descanso del partido, ya no podía quitar los
ojos de uno de los alas de un equipo y del zaguero del otro. Eran su elección.
Los dos eran de color, por supuesto, guapos, con un físico envidiable y
auténticos portentos físicos. A uno de ellos incluso le pudo ver la tableta de
chocolate al levantarse momentáneamente la camiseta para limpiarse restos de
sangre de los labios tras haber sufrido un fuerte placaje. Sufrió un poco por
él por el golpe que se llevó, pero por otra parte quedó absolutamente prendada
de su belleza y de su fortaleza física. Sus piernas no eran piernas, eran
auténticas columnas de acero, torneadas y musculadas, y movían como una
auténtica locomotora los más de noventa kilos de peso y el metro noventa de
estatura de aquel adonis negro. Y si todo lo que se veía en aquel cultivado y
desarrollado cuerpo estaba hecho de la misma forma, es decir, de proporciones
más bien grandes, Alicia no veía la hora de comprobar si la única extremidad
que no se podía ver en el terreno de juego estaría en sintonía con el resto del
cuerpo. Estaba casi segura de que había encontrado su BBC.
El partido fue llegando al final y, en uno de los lances del juego, su adonis sufrió un brutal placaje que dio con todos sus huesos en el suelo y acto seguido con un montón de jugadores encima suyo. Sonó un fortísimo golpe y, apenas dos segundos después, un desgarrador alarido, aunque era difícil saber de quién pudo provenir. Los árbitros pararon el encuentro inmediatamente y, poco a poco, se fue deshaciendo la montonera de jugadores, hasta que finalmente el único que quedó en el suelo fue el chico que le gustaba a Alicia, retorciéndose de dolor y llevándose ambas manos a una de sus musculadas piernas.
La grada quedó en
completo silencio y los árbitros se vieron obligados a llamar a las asistencias
médicas. Al parecer, la lesión había sido grave y todo indicaba que podía haber
hasta algún hueso roto.
Finalmente, se llevaron
al muchacho en camilla a la enfermería y la grada le despidió entre fuertes
aplausos y ovaciones procedentes tanto de un equipo como del otro. Hasta eso le
llamó la atención a Alicia sobre el rugby frente a otros deportes. Realmente,
era un juego de caballeros.
Quedó un poco
decepcionada y preocupada por la suerte del chico. Sobre todo, porque la lesión
había dado al traste con sus planes iniciales. Pero, por otra parte, se
convenció a sí misa de que su “trabajo de investigación” había dado sus frutos
y el rugby le había proporcionado el caldo de cultivo que necesitaba. Y aún
tenía una pequeña posibilidad de que la lesión del muchacho jugara a su favor.
Ya se encaminaba hacia su
coche, abandonando las gradas junto al resto de espectadores, cuando las
personas que caminaban justo detrás de ella comenzaron a comentar que a pesar
de la mala suerte que había sufrido Allan, seguro que asistiría al tercer
tiempo.
¿Qué era el tercer
tiempo? ¿Todavía no se había terminado el partido? ¿Significaba eso que a lo
mejor Alicia aún disponía de alguna oportunidad de acercarse al chico?
Obviamente, jugar lesionado ya no podría, especialmente si tenía algún hueso
roto, pero si ese tercer tiempo era algo relacionado con el partido y el chico
permanecía en las gradas, quizá podría intentar algún contacto con él. Pero no
entendía por qué, si aún quedaba un tiempo, todo el mundo se marchaba ya. ¿A lo
mejor se jugaba en el campo del rival y había que desplazarse? No era muy
lógico, especialmente entre equipos de distintas ciudades. Así que, sin miedo
ni vergüenza, se dio media vuelta y le preguntó a una de las chicas que
caminaban detrás de ella:
―Perdona, es que soy de
fuera, ¿sabes dónde es el tercer tiempo?
―¡Claro! ―respondió la
chica con suma amabilidad―, en la sede. Está en la Plaza de la Universidad.
Vamos todos para allá ahora.
―Muchas gracias ―contestó
Alicia.
Algo le decía que el
tercer tiempo no tenía mucho que ver con otro partido, otro campo, o con más
tiempo de juego. Más bien parecía una celebración y comenzó a sospechar que la
sede probablemente sería un bar o algo parecido.
Como ella no tenía que
esperar a nadie, pudo salir rápido. Se montó en su coche, evitó el atasco de
salida y se dirigió a la mencionada Plaza de la Universidad, en el centro
histórico de la ciudad. Y como había imaginado, uno de los bares de la zona
parecía estar esperando para recibir a los jugadores y aficionados del partido.
Banderas, sombrillas, bufandas y una prolífica decoración con los colores de
uno de los dos equipos que habían jugado en el campo adornaban la terraza, los
toldos y el interior del bar. Estaba claro que en este deporte existía la
costumbre de celebrar los éxitos de los partidos tras la finalización de los
encuentros.
Alicia aparcó su coche no
muy lejos de la zona y se encaminó al bar, que en ese momento apenas tenía un
par de personas en el interior y nadie en la terraza. Se sentó en el exterior y
esperó a que la atendieran. Cuando lo hicieron, pidió una cerveza bien fría y
un pincho de tortilla, y sacó un pequeño libro electrónico de su bolso para
hacer tiempo hasta que llegaran los aficionados. La espera se le hizo un poco
larga.
Finalmente, y con su
cerveza ya mediada, comenzó a escuchar a lo lejos un montón de algarabía
producida por docenas de cláxones y bocinas de lo que parecía un desfile de
coches. Tras los primeros signos sonoros, pronto comenzaron a pasar por la
plaza los primeros vehículos ataviados con los colores, banderas y bufandas al
aire del equipo de la sede. Y tras los coches, un inmenso autocar, con no menos
cantidad de banderas, que estacionó en la misma plaza y del que comenzaron a
bajar más y más personas, todas llenas de júbilo y alegría, ondeando las
banderas y coreando estrepitosos cánticos. En cuestión de minutos, la plaza,
que hasta ese momento había sido un remanso de paz y tranquilidad, solo
interrumpido por los trinos de los pajarillos que revoloteaban en los árboles,
se convirtió en un inmenso bullicio. En una cosa sí se parecía el rugby al
fútbol. Cuando un equipo se alzaba con un triunfo o un título, jugadores y
aficionados lo celebraban con gran alboroto, jaleo y algazara.
Pocos minutos después de
haber aparcado el autocar, los dos únicos clientes que había en la sede
salieron de allí como alma que lleva el diablo y los aficionados tomaron el
control del lugar. Las cervezas comenzaron a correr por la barra y cuanta más
gente llegaba a la zona, más bullicio se armaba. Pronto, Alicia se contagió de
la alegría del lugar y, si bien no pudo concentrarse más en su lectura, se hizo
fuerte en el lugar y decidió quedarse para proteger la mesa de la terraza que
tenía conquistada.
Tras los primeros minutos
de descontrol, las cosas se fueron calmando poco a poco y la gente fue
tranquilizándose, ocupando su lugar, cada uno con su cerveza, y asentándose en
distintos grupos, tanto dentro como fuera del bar, para establecer amigables y
alegres charlas.
Alicia reconoció a muchos
de los jugadores que había estado estudiando en el campo un rato antes, pero
para su decepción, no vio ni rastro de su lesionado adonis negro. Estaba claro
que la lesión debía haber sido importante y le habrían llevado al hospital.
Tendría que esperar a una nueva oportunidad, ya que el resto de jugadores no
era de su interés.
Estaba ya a punto de
marcharse cuando un coche llamó su atención. Había aparcado en doble fila justo
delante del bar, entorpeciendo la circulación, y de él se bajaron dos enormes
chicos, aún vestidos con la equipación deportiva y los colores del equipo de
rugby. Uno de los mozos abrió el maletero del coche y de él extrajo una silla
de ruedas plegable que, de un golpe seco, armó en un segundo. Después, se
dirigió al asiento del copiloto y, junto con su compañero, ayudaron a salir del
coche al lesionado Allan. Entre los dos, lo cogieron en volandas, a él y a la
muleta que llevaba en sus manos, y lo sentaron sin mucha delicadeza en la silla
móvil. Uno de los chicos empujó la silla hasta la acera, prácticamente
soltándola para que rodara sola, y el otro regresó al coche para quitarlo del
medio, pues algunos conductores detrás ya empezaban a impacientarse.
Allan, una vez abandonado
a su suerte en la acera, trató de maniobrar con la silla de ruedas para dirigirse
hacia el interior del bar, pero la verdad es que iba a ser una maniobra harto
complicada visto el jaleo de gente que había tanto en el interior como en la
terraza.
¡Era la oportunidad de
Alicia y se la habían servido en bandeja! Tanto para dirigirse al interior del
bar como a cualquier otro punto de la terraza, Allan tenía que pasar
obligatoriamente junto a la mesa que ocupaba Alicia, que al estar sola y sin
compañía, mantenía las tres sillas libres en el camino de paso que necesitaba
recorrer Allan. Y encima, al pobre chico no le ayudaba nadie y él no se daba
mucha maña con la silla de ruedas.
Alicia vio inmediatamente
su oportunidad y fue ella la que se levantó para brindarle ayuda antes de que
nadie más lo hiciera.
―Espera, que te ayudo
―dijo levantándose y retirando una de las sillas libres de su mesa para que
pudiera pasar el chico.
―Muchas gracias ―contestó
él―, es que no me apaño muy bien con este trasto. Y encima se me va cayendo la
muleta y voy golpeando por todas partes.
―Sí ―respondió Alicia
sonriéndole―, lo vas a tener un poco chungo para entrar ahí adentro.
―No te preocupes ―dijo
él―, alguno de estos cabrones vendrá a ayudarme.
―¿Tú crees? ―dijo ella
con sorna―. A juzgar por la forma en la que te han apeado del coche y cómo te
han abandonado a tu suerte, creo que tienen más interés en conseguir una
cerveza fría para ellos que en ayudar a un pobre inválido.
―¡Ja, ja, ja…! ―rio
Allan―. Puede que tengas razón. Ahora mismo valgo menos que una cerveza y algo
que llevarse al estómago. Pero no te preocupes, ya me apañaré.
―Mira ―dijo Alicia―, te
propongo una cosa. Yo hace un rato que quería otra cerveza, pero no me atrevía
a levantarme para ir a por ella por miedo a perder la mesa. Y los camareros
tienen demasiado jaleo ahora mismo como para atender la terraza. Si me guardas
la mesa, te prometo que te traigo una cerveza bien fría.
Allan se quedó un poco
descolocado. Acaba de ligar con una chica totalmente desconocida, que además
era bien guapa y parecía muy amable y simpática. Aún no era consciente del
juego que ella se traía entre manos, pero no le quedó más remedio que aceptar
su propuesta y esperar a ver por dónde se podía desarrollar su inesperado golpe
de suerte.
―¡Hecho! ―respondió
risueño.
Alicia le guiño un ojo y
le ayudó a colocar la silla de ruedas en su mesa de la terraza. Acto seguido se
escabulló entre el gentío que ocupaba los aledaños de la mesa y, casi a
empujones y codazos, logró llegar hasta la barra, en el interior. Una vez allí,
y colándose en el turno a varias personas, logró que el camarero la atendiera
con relativa rapidez y le pusiera las cervezas y el pincho de tortilla que le
había pedido.
De regreso a la mesa,
Allan no daba crédito a lo que veían sus ojos. Alicia, con un desparpajo y una
soltura tremendas, se abría paso entre la gente dando pequeños empujones y
gritando:
―¡Paso, paso! ¡Cuidado
que mancho!
Y sorpresivamente, la
gente se apartaba de su camino y la dejaban paso, ya que, al ir cargada con una
jarra grande de un litro de cerveza en una mano, otra cerveza más pequeña en la
otra y un plato con un pincho de tortilla encima de la jarra grande, realmente
se corría el riesgo de que algo se cayera y alguien se manchara.
Cuando finalmente llegó a
la mesa donde la esperaba Allan, dejó todo sobre la superficie y le puso
delante a él la jarra grande y el plato con la tortilla.
―Te he pedido una jarra
grande porque me he imaginado que tendrías mucha sed después del partido. Y
supongo que tendrás hambre también. Si te descuidas un poco, tus amigos van a
terminar con toda la barra.
―¡Muchas gracias! ―dijo
Allan muy sorprendido― No sé qué decir. Déjame al menos que te invite.
―No te preocupes ―dijo
Alicia―. Ya está pagado.
―Bueno, pues muchísimas
gracias. Si quieres podemos compartir la mesa… o la tortilla ―dijo un poco
compungido sin saber muy bien cómo agradecer el favor que le estaba haciendo
Alicia―, es lo menos que puedo hacer por ti.
―Como quieras, pero si
has quedado con alguien o estás esperando a alguien, te dejo la mesa. Al fin y
al cabo, yo ya llevo un buen rato aquí y con este barullo, es imposible
concentrarse en la lectura ―dijo Alicia señalando su libro electrónico, que aún
permanecía sobre la mesa.
―¡No, no, no! ―se
apresuró Allan―. No he quedado con nadie. Y la mesa era tuya. Por favor, no te
vayas.
―Bueno, como quieras
―respondió ella volviendo a sentarse―. Yo me llamo Alicia, por cierto.
―Yo Allan. Encantado de
conocerte.
―Oye… ―continuó Alicia
señalando la pierna vendada del malogrado rugbista―, ¿y al final en qué ha
consistido la lesión? Porque el golpe fue tremendo.
―¿Has visto el partido?
―preguntó extrañado.
―Sí. Estuve arriba en el
campo viéndote. Me dolió hasta mí cuando te hicieron ese placaje tan brutal. Si
te soy sincera, lo primero que pensé fue que tendrías algún hueso roto, pero
veo que no llevas escayola, así que supongo que habrá sido algo fibrilar.
―¡Vaya! ―contestó Allan
cada vez más sorprendido― veo que además entiendes. ¿Eres médico?
―¡Ja, ja, ja! ―rio
Alicia―. No, soy enfermera y fisioterapeuta. Algo entiendo de lesiones. Es a lo
que me dedico. ¿Qué ha sido, rotura de isquiotiobial?
―¡Joé! ―exclamó Allan―
¡Justo eso! O al menos eso es lo que ha dicho el fisio del equipo.
―Me lo he imaginado al
ver el vendaje compresivo y la bolsa de hielo ―añadió ella.
―Sí ―continuó él―. Me ha
dicho que mantenga el hielo todo lo que queda de día, y luego reposo unos días
y rehabilitación.
―Está bien indicado
―sentenció ella―. ¿Pero no te ha dicho nada de masaje deplectivo?
―No ha dicho nada de
masajes de ningún tipo ―dijo él con un poco de cara de susto―. ¿Es importante?
―Bueno ―continuó ella―,
depende de la gravedad de la lesión. A ver… no te asustes que no pasa nada.
Pero estoy harta de ver que casi todos los fisios se olvidan de ello. Lo más
importante es el reposo y la rehabilitación, eso está claro. Pero el masaje también
es importante dentro de las primeras horas porque ayuda a que el hematoma
interno y la cicatriz que se forman en el músculo sean más pequeños y lo más
elásticos posible. Cuanto menor sea la herida, más fácil y rápida será la
recuperación después con la rehabilitación.
―¿Pues duele un huevo!
―exclamó él―.
―Lo sé ―dijo ella―. Y más
que te va a doler mañana. Por eso es importante el masaje deplectivo.
Deplectivo, aunque te suene muy fea la palabra, no es otra cosa que un drenaje
manual. Se masajea la zona dañada, comenzando poco a poco y aumentando la
intensidad paulatinamente para drenar y desplazar la sangre del hematoma hacia
otras zonas no inflamadas. De esa forma, las fibras internas dañadas quedan más
limpias y mejor preparadas para la rehabilitación.
―Veo que controlas un
montón ―contestó él―.
―Ya te digo que es a lo
que me dedico.
La conversación se quedó
como en pausa. Ninguno de los dos sabía muy bien por dónde continuar o cómo
hacerlo, aunque ambos deseaban ese masaje deplectivo casi inmediatamente, uno
recibirlo y la otra hacerlo.
Los motivos de Allan eran
casi puramente profesionales, ya que las explicaciones de Alicia no las
terminaba de comprender del todo bien, pero le asustaban un poco las posibles
consecuencias por si pudieran afectar a su carrera deportiva. Y los motivos de
Alicia eran puramente lascivos, pues se moría de ganas de sobar y masajear las
piernas del portento físico y comprobar si realmente podría estar ante un BBC del tamaño de su antebrazo.
―Oye ―continuó Allan―, no
es que quiera ser alarmista, pero me ha dejado un poco mosca eso que has dicho
de que el masaje deplectivo hay que darlo en las primeras horas. Mi fisio no me
ha dicho nada de eso y solo me ha insistido en que haga reposo en los próximos
días hasta que comience la rehabilitación. ¿No dar ese masaje puede tener
alguna consecuencia? Me refiero a si me puede quedar alguna secuela o puede ser
perjudicial para mi carrera. Tengo muchas esperanzas puestas en este deporte.
―¡Ja, ja, ja! ―rio
Alicia―. No, tranquilo. Lo que tienes en tu pierna no es grave. Tu carrera no
peligra por eso. Pero sí te va a doler un poco mañana. Te dolerá con o sin
masaje, pero el masaje hará que la rehabilitación sea más fácil.
―Ya… ―dudó Allan―, ¿y
sabes dónde podrían darme ese masaje? Yo no conozco a nadie aparte del fisio
del equipo.
―Bueno ―continuó Alicia―,
en la clínica donde yo trabajo te lo podríamos dar. Lo malo es que hoy es
domingo y está cerrada. Y yo no tengo llaves.
―¿Y se te pago una sesión
extra, aunque no sea en la clínica? ―se atrevió a sugerir Allan―. Al precio que
sea. Parece que controlas mucho de esto y me han dado mucha confianza tus
explicaciones.
Alicia se quedó pensando
unos segundos, como haciéndose la interesante. Sabía que había logrado su
objetivo al cien por cien y esta tarde tendría en sus manos, si no el BBC, al menos sí los isquiotibiales de
Allan. Pintaba bien la cosa.
―Mmm… Podría ser ―dijo al
fin Alicia mirando su reloj de pulsera―. Pero tendría que ser a última hora de
la tarde. Tengo algunas cosillas que hacer antes.
―¡Por supuesto! ―exclamó
Allan―. Cuando tú puedas. Pero escucha… no quiero ponerte en un compromiso. Si estás
ocupada o te parece que te estoy pidiendo algo fuera de lugar, por favor,
dímelo sin problema, que lo entenderé.
―Tranquilo ―respondió
Alicia―, no pasa nada. Tendrás tu masaje. Y además, no te lo voy a cobrar. Me
has caído bien.
―¡Genial! ―exclamó Allan
con una sonrisa que casi comunicaba sus dos orejas―. ¿Y cómo lo haríamos?
¿Vendrías a mi casa a darme el masaje?
―Podría ser… pero creo
que sería mejor en la mía ―respondió Alicia organizando ya las cosas
mentalmente―. Allí tengo una salita acondicionada con una camilla profesional
en condiciones y con los aceites que necesito para el masaje. Suelo ganarme un
dinerillo extra dando masajes a amigos y algunos compromisos fuera de la
clínica.
Allan dudó un poco si era
buena idea ir a casa de una completa desconocida. No porque tuviera miedo, ni
mucho menos, sino por si era procedente. Pero le preocupaba su lesión y su
carrera deportiva, y deseaba ese masaje con toda su alma. Además, Alicia le
había parecido tremendamente guapa y atractiva y también estaba empezando a ver
la situación como un posible ligue.
―De acuerdo ―respondió―.
Pues entonces en tu casa. ¿A alguna hora en concreto?
―A partir de las 8,
cuando quieras ―contestó ella mientras rebuscaba su cartera en el bolso―. Te
voy a dar una tarjeta con la dirección y te pasas cuando quieras a partir de
esa hora. Yo estaré en casa.
―Genial, gracias
―respondió―. Oye, ¿y tengo que llevar algo? No sé, vendas, hielo o algo para
después del masaje… ¿O quizá alguna medicina tipo anti inflamatorio o algo?
―No, tranquilo ―respondió
Alicia―, con que me traigas la pierna lesionada es suficiente. Si tú no quieres
venir, no pasa nada, pero la pierna sí la necesito para el masaje.
Los dos rompieron a reír
por lo absurdo de la broma, pero ayudó a seguir distendiendo el ambiente.
Trataron de continuar con
la conversación, pero ya les fue del todo imposible. Justo cuando Allan iba a
cambiar de tema y a encauzar la charla sobre otros asuntos más banales,
apareció un grupo de amigos del jugador, sin duda animados por la gran cantidad
de cerveza ingerida y, sin mediar palabra, arramplaron con la silla de ruedas y
la muleta del lesionado y comenzaron a jugar a hacer carreras por la terraza y
el interior del local. Luego, uno de los compañeros del muchacho se quitó la
camiseta y, simulando que era un capote, comenzaron a torear al pobre chico en
la silla de ruedas. Uno empujaba la silla a toda velocidad para convertir al
muchacho en el toro, otro le mostraba el capote, y otro usaba la muleta
ortopédica del malogrado Allan como si fuera una muleta de torear y simulaba
que iba a entrar a matar sobre el pobre chico. Y todo ello mientras el resto de
jugadores del equipo hacían un pasillo para dejar paso a la silla de ruedas y
coreaban y vitoreaban la improvisada corrida. Sería la primera corrida del día
de Allan, pero no la última.
Alicia supo que ya no
podría seguir charlando con él, así que viendo el jolgorio que había en la
sede, recogió su libro y su bolso y se dispuso a marcharse. Aprovechó uno de
los lances de la corrida en la que Allan quedó con la silla mirando en la
dirección en la que ella se encontraba y, haciéndole un gesto con la mano y un
guiño con el ojo, se despidió de él. Él correspondió con un gesto similar y se
dejó manejar por sus compañeros para seguir con la juerga del toreo y la
celebración por la victoria del partido de la mañana.
Ya estaba hecho. Alicia
había conseguido su objetivo. Estaba segura de que esa misma noche tendría sexo
con un chico de color. Si luego el chico era realmente un BBC o no, era menos importante. Pero por fin cumpliría su sueño de
acostarse con chico de otra raza.
Dedicó el resto de la
tarde a hacer sus quehaceres y se fue temprano a casa para prepararlo todo.
Solo tenía asegurado el rato del masaje porque no sabía cómo reaccionaría Allan
a cualquier otra proposición, pero debía tener al menos alguna alternativa por
si antes o después se terciaba cenar juntos en casa o hacer alguna otra
actividad. No se complicó mucho la vida. Pasó por el súper del centro comercial
que tenía cerca de casa y compró una pizza y un paquete de seis cervezas. Una
vez en casa, metió los botellines en el frigo y preparó la pizza con algunos
ingredientes extra para que en caso de que fuera necesario, solo hubiera que
encender el horno y hacerla en unos pocos minutos.
Luego se dio un buen baño
relajante, se depiló y se acicaló con sus mejores cremas, ungüentos y perfumes,
y se peinó para la ocasión con unos preciosos bucles hechos con la plancha del
pelo. Adornó sus muñecas con varias pulseras y su cuello con una finísima
cadena de oro con una diminuta perla en forma de lágrima. Se puso un poco de
brillo en los labios y escogió un conjunto de lencería blanca con encajes muy
atractiva y vistosa. Sobre la misma, se vistió con un vaquero y una blusa
vaporosa de color blanco roto. Su idea era ir guapa y atractiva, pero al mismo
tiempo, no dar la apariencia de estar asistiendo a una cena formal o a una fiesta
elegante. Además, quería que durante el masaje en la salita, fuera
relativamente sencillo quitarse el pantalón y la blusa y ponerse una bata
blanca. La bata siempre sería más fácil abrirla y dejar acceso libre a su
interior llegado el momento.
No sabía si Allan llegaría
puntual o no, así que mientras esperaba, se entretuvo revisando su colección de
discos y escogiendo los que usaría tanto para la sesión de masaje como para la
hipotética cena. Para el masaje no necesitó escoger mucho. Tenía varios discos
prestados de la clínica con música relajante de esa que llaman “chill out” adornada con trinos de
pajaritos, arrullos de agua y otros sonidos agradables de la naturaleza. Y si
se diera el caso de poder estar un rato charlando antes o después del masaje,
escogió y apartó varios discos tranquilos de The Neville Brothers, The
Commodores, Barry White, Leonard Cohen y el siempre precioso saxo
de Kenny G.
En estas cosas estaba
cuando sonó el timbre del telefonillo en el recibidor de la casa.
―¿Quién es? ―preguntó
sabiendo ya quién era.
―Soy Allan.
―Sube, ―dijo Alicia sin
esperar respuesta.
Alicia dejó entreabierta
la puerta de la casa y regresó al salón para terminar de colocar los vinilos
que había seleccionado. Pasados unos minutos, se extrañó de que Allan tardara
tanto en llegar arriba, hasta que de pronto se dio cuenta de que el pobre iría
con la silla de ruedas y en su portal había que subir media docena de escalones
antes de llegar al ascensor y no había rampa.
Regresó hasta la puerta
de entrada de la casa y desde el descansillo de su piso se acercó al hueco del
ascensor, comprobando que en ese preciso instante la puerta del mismo se
cerraba en la planta baja y las poleas del elevador comenzaban su trabajo para
hacer subir la cabina hasta su altura, un séptimo piso.
Ella misma abrió la
puerta del ascensor sin esperar a que lo hiciera Allan, y lo encontró sentado
en la silla y peleándose con los aros laterales de las ruedas para maniobrar y
tratar de salir. El pobre no tenía mucha experiencia y había entrado de frente
en el ascensor, así que ahora tendría serias dificultades para abrir y sujetar
la puerta de espaldas y salir de la prisión del habitáculo. Suerte que Alicia
ya estaba allí.
―Perdona ―dijo Alicia―.
No me he dado cuenta de que había varios escalones antes del ascensor. ¿Cómo
has logrado subirlos con la silla? No hay rampa.
―Bueno, dijo Allan
mirando a Alicia a través del espejo de la pared del fondo del ascensor. Con un
poco de maña y algo de fuerza. Sinceramente, no sé cómo se las apañan las
personas que realmente no se pueden levantar de las sillas. Yo he tenido que
subir a la pata coja, y cada dos escalones, coger la silla en vilo y poco menos
que lanzarla hacia arriba. Menos mal que es ligera, pero entre la silla, la
muleta y la lesión, estoy hasta las narices ya.
―¡Ja, ja, ja! ―rio
Alicia―. No me extraña. Déjame que te ayude. Ya te saco yo.
Alicia sujetó la puerta
del ascensor con un pie mientras asía la silla por los manguitos en la parte
trasera de la misma y la sacó poco a poco. Allan, por su parte, al llegar a la
altura de la puerta, la sujetó con una mano para que Alicia pudiera soltar el
pie y seguir avanzando.
La entrada en el piso fue
mucho más sencilla. Alicia tenía una pesada figurita de hierro en forma de gato
que usaba para mantener la puerta abierta cuando a veces ventilaba la casa. La había
dejado colocada para que se no se cerrara la puerta, por lo que fue fácil
empujar la silla al interior, y cerrar una vez dentro.
―¿Te ves con fuerza para
caminar a la pata coja con la muleta? ―preguntó―, o prefieres que metamos la
silla hasta el fondo.
―Puedo caminar, no te
preocupes. Creo que es mejor que dejemos este armatoste aquí aparcado
―respondió él señalando la silla de ruedas.
―De acuerdo ―dijo ella―.
Pues pasa por el pasillo hasta el fondo. Nos sentamos un ratito en el salón y
luego vamos con el masaje.
Allan caminó delante de
Alicia usando la muleta para no apoyar su pierna mala y, al llegar a la
luminosa estancia, no pudo por menos que exclamar:
―¡Qué bonito! Tienes una
casa muy bonita. Y las vistas son preciosas.
Alicia tenía todas las
cortinas del salón abiertas de par en par, y la luz anaranjada del atardecer se
colaba por todas las ventanas a la vez, bañando las paredes de la habitación de
un color a medio camino entre el rosado y el naranja. La luz rebotaba contra el
lienzo blanco de las paredes, dotando a toda la habitación de una hermosa
calidez. El séptimo piso del bloque de Alicia permitía ver una gran extensión de
terreno. Al no tener más edificios delante, la vista estaba compuesta por la
alfombra que formaba la parte alta de las copas de los pinos de un extenso
pinar y el horizonte al fondo, con el sol perdiendo fuerza y casi a punto de
tocar la divisoria entre el cielo y la tierra. La verdad es que las vistas eran
realmente preciosas.
―Ven, no estés de pie que
no te conviene para la pierna. Siéntate aquí ―dijo Alicia señalando un butacón
orejero junto a la ventana.
Allan obedeció y, dejando
la muleta en el suelo, junto al sillón, se acomodó donde su anfitriona le
indicó.
―Lo primero es lo primero
―dijo Alicia―. Yo sin música y sin cerveza no trabajo. Toma estos discos y
escoge el que más te guste.
Allan cogió los cinco
vinilos que Alicia le tendía y los miró como si fueran valiosísimas y delicadas
obras de arte que él no sabía apreciar. La primera sorpresa fue el hecho de que
fueran vinilos. ¡Eran enormes! Él ni siquiera recordaba haber tenido un vinilo
en sus manos. Los últimos discos que había pinchado en su vida fueron discos
compactos, mucho más pequeños y manejables. Pero es que incluso esos, hacía
años que no los usaba. Desde la irrupción de los mal llamados teléfonos
inteligentes y sus miles de aplicaciones, las pocas veces que Allan escuchaba
música lo hacía a través de YouTube o
Spotify en su teléfono. Se sorprendió
incluso de que aún hubiera gente que tuviera platos tocadiscos para vinilos en
casa.
―¿Y bien? ―inquirió
Alicia―. ¿Alguna preferencia?
―Pues… ―dudó el chico―.
No sabría qué decirte.
―Que no conoces ninguno,
vamos ―dijo Alicia haciéndose la ofendida―. No serás de los que escuchas
reguetón, ¿verdad?
―No, no… ―se defendió―
reguetón no, pero cosas un poco más modernas que estas sí. Esto parece un poco
antiguo, ¿no?
―Tú sí que eres antiguo
―dijo Alicia arrebatándole los discos de las manos―. Veo que estás muy verde y
tienes que aprender muchas cosas de la vida. Ya lo escojo yo.
Estaba claro que el chico
no iba apreciar al cien por cien los gustos musicales tranquilos de Alicia, así
que se decantó por el disco de Barry White, ya que al menos algunas de las
canciones tenían un cierto aire disco (de los setenta y ochenta, por supuesto).
Allan miró embobado todo
el proceso y el ritual que seguía Alicia para pinchar la música. Sacaba primero
el vinilo con caja y todo de su bolsa de plástico, y luego el disco propiamente
dicho de su embalaje plano de cartón con la fotografía del cantante impresa a
todo color en la portada. Luego volteó el disco dos veces entre sus manos para
asegurarse de que lo pinchaba por su cara A, y finalmente, el mágico momento de
llevar el brazo con la aguja hasta el primer surco del disco. Inmediatamente
después, los bafles se quejaron con los chisporroteos de los primeros rozamientos
entre la aguja y el plástico y, finalmente, la música inundó el salón a un
volumen suficiente como para apreciarla, pero sin estar demasiado alta como
para impedir la conversación. El gran Barry,
que también lo era físicamente, pues medía casi dos metros, se hizo dueño del
ambiente enseguida. Allan se sintió confortable.
―Voy a por un par de cervezas ―dijo Alicia―. Vuelvo enseguida.
―De acuerdo ―respondió
él―. Prometo que no te apagaré el tocadiscos.
―Si te acercas a ese
tocadiscos, te prometo que necesitarás otra muleta y un montón de vendas más
―dijo Alicia sonriéndole pícaramente desde la distancia mientras se encaminaba
al pasillo en dirección a la cocina.
Allan sonrió al tiempo
que levantaba las manos para manifestar su inocencia y, cuando Alicia
desapareció de la estancia, se dedicó a observar cuanto tenía alrededor. Lo
miró todo, desde la vista exterior de las ventanas hasta la decoración del
salón, los muebles y los cientos de libros que descansaban con cierto desorden
en la enorme estantería que había en una de las paredes laterales de la
habitación. Cada vez le gustaba más Alicia. Además de guapa y atractiva, que
saltaba a la vista, estaba claro que era culta, educada y tenía buen gusto. No
se movía por modas. Le gustaba su forma de vestir y arreglarse, la decoración
de su casa, el exquisito orden de todas las cosas que había en el piso, y hasta
el tipo de muebles y la forma de combinar unos con otros. Allan pensó que
seguramente hasta la música que le había ofrecido, aunque no la reconociera,
tenía que ser bonita por fuerza. Se lamentó por no tener excesiva cultura
musical, y se dijo a sí mismo que había quedado como un tonto al no reconocer
los cantantes que Alicia le había presentado.
Apenas tardó unos minutos
en regresar, y cuando lo hizo, Alicia traía una bandeja con dos botellines
abiertos, un taquito de servilletas de papel y un enorme cuenco lleno de
patatas fritas de bolsa.
―No es muy romántico…
―dijo Alicia―, pero si te portas bien, tengo una pizza lista para hacer en el
horno. Si quieres, podemos cenar después del masaje.
―¡Wow! ―exclamó Allan―.
Esto es lo que yo llamo un servicio completo.
Alicia le miró de reojo y
le guiñó un ojo. Inmediatamente, Allan se sintió avergonzadísimo por la
connotación que las palabras “servicio completo” podía tener. Si pudiese
ponerse rojo, seguro que su cara se habría convertido en un volcán. Suerte que
su piel oscura ocultaba esos problemas, aunque el guiño de Alicia le hizo
comprender que ella lo había captado.
―A ver… ―dijo Alicia―
vamos por partes. Lo primero de todo, necesito que tengas las piernas en alto
un ratito antes del masaje. La circulación de la sangre en la zona afectada
tiene que relajarse un poco. Así que vas a poner los pies en alto, sobre esta silla,
y te vas a reclinar todo lo que puedas para atrás. Hazte a la idea de que estás
en tu casa y que vas a ver una peli en el sofá. Ponte lo más cómodo que puedas.
¡Zapatos fuera!
Mientras decía todo eso,
ella había arrimado una silla de la mesa, le había puesto un mullido cojín del
sofá encima y le había levantado las piernas al chico de forma que apoyara los
gemelos sobre el cojín. Luego le desató los cordones de los zapatos, se los
quitó y también le despojó de los calcetines, metiéndolos uno dentro de cada
zapato.
―¡Me encantan tus pies!
―dijo―. Me parece súper sexy el contraste entre la piel oscura del empeine y
las plantas, que son casi tan blanquitas como las mías.
Allan se habría podido
volver a poner colorado si hubiera podido.
―No te molestan estos
comentarios acerca del color, ¿verdad? ―preguntó viendo que él se quedaba un
poco cortado después del comentario de los pies―. No llevan ninguna connotación
ni segunda intención. Te lo juro.
―No, no. Para nada,
tranquila. ―dijo él― Pero oye, no creas que me siento del todo bien viendo lo
cómodo que estoy yo, que me estás tratando a cuerpo de rey en tu propia casa, y
que tú estés sentada en una simple silla. Creo que necesitamos igualdad de
condiciones.
―Claro, tonto ―respondió
ella―. A ver si te crees que yo en mi casa estoy siempre con tacones. Yo me
siento en el sofá y además siempre me descalzo.
Dicho y hecho, Alicia se
quitó los tacones y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá justo en
frente de Allan.
―¿Así mejor? ―preguntó.
―Mucho mejor, gracias.
Alicia se inclinó hacia
delante para coger su botellín y, una vez con la cerveza en la mano, alargó el
brazo en dirección a Allan para ofrecerle un brindis. Él hizo lo propio e
hicieron chocar con suavidad los cuellos de las botellas.
―¡Por los masajes deplectivos!
―exclamó Alicia.
―¡Por los masajes esos!
―respondió Allan.
Bebieron al unísono y
comenzaron una amigable charla mientras Barry
White seguía amenizando lo que ya casi era la velada.
Cayeron dos botellines
más por cada uno y se terminaron la enorme bolsa de patatas. Hablaron de rugby,
de sus familias, de sus trabajos, de sus historias y de un sinfín más de cosas.
Había química entre ellos e, independientemente de la tensión sexual que
flotaba en el ambiente, y que ambos reconocían interiormente y que en cierto
modo perseguían, pareciera que fueran amigos de toda la vida. Las cervezas
estaban ayudando mucho a distender la charla.
Cuando afuera era ya
totalmente de noche, y la cara B del vinilo llegó a su fin, Alicia decidió que
ya era la hora del masaje.
―¡Bueno, chico!
―exclamó―. Es la hora. ¿Has venido a que te dé un masaje o a terminar con todas
mis cervezas y patatas fritas?
Mientras lo decía, se
levantó del sofá y fue cerrando las cortinas de todas las ventanas. Luego se
dirigió al tocadiscos para apagarlo.
―Este me lo llevo para la
sala de masajes ―dijo mostrándole a Allan el disco de canciones románticas de Kenny G.
―¿También tienes un
tocadiscos allí? ―preguntó él sorprendido.
―Sí. Y también en mi
dormitorio. Soy una fanática de los vinilos.
Ayudó a Allan a
levantarse de la poltrona y ambos fueron caminando despacio con ayuda de la
muleta hasta la habitación en la que Alicia tenía dispuesta la camilla
profesional de masajes, un pequeño escritorio y una estantería repleta de
cremas, aceites y ungüentos para su actividad semiprofesional.
―Pasa ahí detrás ―dijo
señalando un biombo de madera y tela―, y te quitas los pantalones. Tienes una
percha en la pared donde puedes colgar la ropa. Yo mientras voy a poner el
disco.
Uno de los compartimentos de la estantería estaba ocupado con un pequeño tocadiscos portátil y una minicadena musical de las antiguas que tenía hasta reproductor de cedés y cintas. En la parte más alta de la estantería, dos bafles de madera oscura eran los encargados de proporcionar a toda la habitación la ambientación musical. Pinchó el disco y esperó a que Allan saliera de detrás del biombo.
Cuando lo hizo, Alicia ratificó, como ya había comprobado por la mañana en el campo de rugby, que las piernas de aquel portento eran formidables.
Allan llevaba únicamente
una camiseta y unos calzoncillos tipo short.
Eran los favoritos de Alicia cuando daba masajes a chicos. Dejaban los
“abalorios” a su caer y, a diferencia de los de tipo bóxer, le permitían ver por la abertura de la pernera lo que había
en el interior. Vale que los bóxer definían
mejor las formas y dejaban intuir la morfología de los atributos, pero Alicia
prefería ver con sus ojos lo que manejaba y, además, le encantaba ir
conquistando terreno poco a poco y meter la mano por la abertura. Con los bóxer, parecía que hasta no llegar al
límite de la tela, había licencia expresa para tocar toda la piel expuesta y de
ahí no se podía pasar, pero con los tipo short
era como si las fronteras se desdibujaran y el límite fuera más flexible. El
hecho de introducirse por la pernera de un short
era como una intromisión en zona prohibida. Y ella sabía perfectamente que esa
intromisión excitaba mucho a los chicos y que ninguno podía evitar la erección.
Disfrutaba enormemente cuando eso sucedía. A veces era un poco malvada.
―Túmbate boca abajo en la
camilla y coloca la cara en el centro del agujero de la camilla ―explicó
Alicia―. Tiene que quedar la frente apoyada en esta parte acolchada para que se
te relaje el cuello y no haya tensión. Mientras te colocas, yo voy a quitarme
esta ropa también.
―¿Vas a darme el masaje
en pelotas? ―preguntó Allan.
―No ―contestó ella
mientras se dirigía hacia el biombo―, te lo voy a dar vestida con una bata de
trabajo. Es para que no se me manche la ropa con los aceites. Pero si quieres
que te lo dé en pelotas… te lo doy.
De nuevo, la piel negra
de la cara de Allan habría pasado por todos los tonos rojos posibles de no
haber sido un chico de color.
―Perdón ―se disculpó―. No
he querido decir eso. Creo que se me han subido las cervezas a la cabeza. Te
ruego que me disculpes.
―No te preocupes, Allan
―respondió―. No pasa nada. No te agobies. Creo que aún estás pensando en el
“servicio completo” que mencionabas antes. Y en el fondo, hasta me halaga.
Anda, túmbate.
Él obedeció sin rechistar
y, mientras se acomodaba, Alicia se quitó la blusa y los vaqueros y se puso la
bata que había en una de las perchas, quedando vestida únicamente con la ropa
interior y la bata.
Salió de detrás del
biombo y se encaminó a la estantería para coger los útiles que necesitaba para
el masaje, toallas pequeñas, aceites, vendas y unas pequeñas tijeras
quirúrgicas. Mientras lo hacía, Allan no pudo resistir la tentación de sacar la
cara del hoyo de la camilla y mirar hacia donde se encontraba Alicia dándole la
espalda. Le encantó lo que vio. Los pies descalzos de Alicia, las piernas
expuestas desde las corvas hacia abajo, con unos gemelos preciosos, y la ropa
interior intuida y medio transparentada a través de la fina tela de la bata. No
era un tanga, pero le pareció adivinar encajes. En la parte superior solo pudo
apreciar el enganche trasero del sujetador en el centro de la espalda. Ya
estaba algo excitado y aún no habían empezado. Se alegró de estar boca abajo.
―¿Ya estás? ―preguntó
ella.
―Sí ―dijo él―. Todo tuyo.
―Bueno ―continuó ella―.
Lo primero que voy a hacer es quitarte este vendaje. No te preocupes que luego
te pongo yo otro. Además, este no está muy bien hecho. Te lo han dejado
demasiado flojo.
Introdujo la parte
redondeada de las tijeras entre la venda y la piel y fue cortando poco a poco
toda la extensión de la venda hasta que liberó toda la pierna de su prisión.
Hizo un gurruño con los restos y los tiró en una papelera cilíndrica cromada
que había junto a la camilla.
―¿Listo?
―Sí.
―Vale. Pues tú relájate y
no hagas ningún tipo de fuerza. Déjate manejar y confía en mí. La primera parte
del masaje es muy suave y si quieres, hasta te puedes dormir. Muchos pacientes
lo hacen. Si cierras los ojos, mejor que mejor. Siente la música.
―De acuerdo.
Allan obedeció y siguió
todas las instrucciones de Alicia al pie de la letra. Cerró los ojos, extendió
los brazos y los pegó a su tronco, sobre la camilla. Inspiró fuertemente y dejó
que su nueva amiga hiciera lo que tuviera que hacer. Confiaba plenamente en
ella.
Alicia comenzó vertiendo
un denso y brillante aceite de masaje sobre la parte trasera de la pierna
dañada de Allan. Él dio un pequeño respingo al sentir el frío.
―Tranquilo ―dijo―. Ya sé
que al principio lo notas frío, pero enseguida la zona entrará en calor.
―Vale… ―murmuró Allan.
Alicia comenzó a extender
con sus manos desnudas el aceite por el muslo de Allan para lograr que quedara
bien embadurnado y cubierto en su totalidad. Allan no tenía mucho vello en las
piernas, pero cuando los masajes se hacían sobre piernas sin depilar, era
importante ser generosa con el aceite para no engancharse con los pelillos y
que estos no tirasen e hicieran el masaje doloroso.
A medida que el saxo de Kenny G avanzaba por los surcos del
vinilo, la pierna de Allan quedaba más y más aceitada y también más relajada.
Alicia notó que, en apenas dos canciones, la tensión muscular inicial
desapareció casi totalmente. No hizo ninguna aproximación a zonas prohibidas,
aunque sabía que el masaje lo requeriría más adelante. Se limitó a recorrer una
y mil veces las tres caras expuestas de la pierna lesionada, desde la corva y
hasta donde comenzaba la tela del calzoncillo. Allan estaba en la gloria. Se
encontraba relajado, le encantaba que le sobaran y, además, la posición boca
abajo le permitía sentirse algo protegido.
Pero la cara A del disco
llegó a su fin y con ella, la seguridad de Allan.
―Ahora necesito que te
des la vuelta ―dijo Alicia―. Tú te das la vuelta en la camilla y yo le doy la
vuelta al disco.
Allan obedeció sin
rechistar y se incorporó en la camilla para rotar ciento ochenta grados sobre
su eje longitudinal y quedar mirando hacia el techo.
Una vez acomodado, y con
el disco sonando de nuevo, Alicia dobló dos toallas pequeñas. Con una hizo un rollo
y la colocó bajo la nuca para que estuviera cómodo, y la otra la dobló a la
larga pero dejándola plana y se la puso sobre la frente y los ojos.
―Esto te ayudará a
mantener la concentración y la relajación ―explicó―. Si abres los ojos, te vas
a distraer y a poner tenso y eso no es lo que queremos.
―A sus órdenes ―murmuró
Allan ya con los ojos tapados.
Alicia continuó entonces
con el masaje, esta vez por la parte superior de la pierna, desde la rodilla y
hasta donde le permitía la ropa interior de Allan, sin invadir el interior. A
veces mantenía la pierna estirada y pegada a la camilla y, en otras ocasiones,
le obligaba a doblar la rodilla para trabajar también la zona trasera del muslo
de nuevo.
Era en esas maniobras
cuando Alicia comenzaba a poner sus primeros cimientos para su objetivo final.
El masaje, en apenas diez minutos más estaría concluido en lo puramente
fisioterapéutico, pero ella planeaba alargarlo mucho más tiempo y masajear
también otras partes del muchacho que no estaban dañadas.
Al tener la pierna
doblada en forma de L con la rodilla en alto, los shorts permitían una pequeña abertura por la pernera en su parte
inguinal, y allí era donde Alicia fue paulatinamente dirigiendo, primero sus
miradas, y luego sus acciones.
Calculadora como era,
antes de acometer su ataque, echó un vistazo primero a todos los elementos que
iban a tomar parte en el asalto. Al disco le quedaban al menos veinte minutos,
la venda de los ojos de Allan estaba bien colocada, el pecho del paciente
oscilaba profunda y lentamente con respiraciones acompasadas, rítmicas y
tranquilas, y la entrepierna de momento no mostraba signos de abultamiento.
Pero todo eso tendría necesariamente que cambiar.
Aplicó más aceite a la
pierna, dejándolo caer desde la elevada rodilla, y siguió estrujando y
masajeando el muslo siempre en dirección a la ingle. Algunas gotas de aceite
escurrían hacia la parte trasera de la pierna, pero Alicia nunca dejaba que
llegaran ni a la camilla ni al interior del calzoncillo.
En uno de los cambios de
canción, las manos de Alicia hicieron el primer contacto con la prenda interior
de Allan. Fue apenas una pequeña invasión con la punta de los dedos, pero fue suficiente
para que Alicia dejara la prenda en la posición que ella deseaba, un poco más
abierta. Lo siguiente fue echar una ojeada al interior. No podía ver el miembro
del muchacho, que cargaba hacia la otra pierna, pero sí atisbó una pequeña
porción de los testículos. Allan no se percató de nada. Ella comenzó a sentirse
excitada por primera vez.
Regresó al masaje y
continuó frotando y estrujando el portentoso músculo isquiotibial del
deportista. Aplicó más aceite y continuó repitiendo una y otra vez la misma
maniobra.
Cuando comenzaba a sonar
la siguiente canción, repitió el mismo ataque anterior a la zona aún cubierta
con la prenda. Pero esta vez, en lugar de introducir solo las primeras falanges
de los dedos, se permitió llegar un poco más lejos y meter la totalidad de los
dedos en zona prohibida. Echó un vistazo de nuevo al pecho de Allan y a su
entrepierna. Todo seguía igual y no había signos de incomodidad o protesta por
parte del chico. Podía continuar.
Más aceite y más
aproximación. Ya metía las manos en su totalidad por dentro de la pernera del
calzoncillo, pero no se permitía llegar a tocar nada que no fuera la pierna de
momento. Mantuvo el masaje a la zona conquistada durante toda la duración de la
canción. Suerte que algunos de los cortes del disco eran muy largos.
En la siguiente canción,
se tomó la licencia de desplazar la pernera del calzoncillo hacia arriba,
abriendo un ligero hueco, para tener mejor acceso. El dueño de la prenda no
protestó ni emitió sonido alguno, pero en los siguientes minutos, algo comenzó
a despertar en su entrepierna. Hasta el momento, Alicia había adivinado la
forma del pene más o menos gruesa pero aún en estado semiflácido y descansando
sobre la pierna no lesionada, pero ahora estaba comenzando a apreciar que algo
ahí dentro estaba engrosando.
Siguió castigando el
muslo, pero dedicando cada vez más tiempo a la zona recién expuesta. Puso más
aceite donde antes había ropa y aplicó más esfuerzos con sus manos, como
intentado que toda la sangre del muslo subiera hacia arriba, hacia la ingle,
por efecto del masaje linfático.
En la siguiente canción,
Alicia rozó intencionadamente el testículo más cercano a la pierna dañada.
Allan dio un pequeño respingo y se llevó una mano a la toalla de los ojos para
levantarla ligeramente y ver lo que estaba pasando. Comprobó horrorizado que
tenía una erección considerable y que no podía hacer nada por ocultarla. Quiso
acomodar su miembro hacia un lado para que al menos no fuera tan prominente,
pero Alicia se lo impidió retirándole las manos.
―Tranquilo ―dijo ella―.
No te avergüences. Es completamente normal. Ponte a la toalla y relájate. No me
voy a asustar porque tu amigo se despierte. No me molesta.
Allan resopló y volvió a
colocarse la toalla sobre los ojos. Estaba muy avergonzado, pero por alguna
extraña razón, Alicia le trasmitía mucha confianza. Dejó que ella siguiera
controlando la situación.
El saxo de Kenny G sonaba ya en su última canción,
y el sexo de Allan parecía saberlo y se levantaba en todo su esplendor para
ovacionar al artista y despedirlo. Alicia no cesaba de castigar el muslo en su
parte superior, presionando cada vez más en la zona inguinal, y ya rozaba el
testículo en todas y cada una de las pasadas que hacía. El calzoncillo se
convirtió en una tremenda pirámide y su cúspide comenzó a oscurecerse por la
humedad destilada del lubricante que Allan producía. Todo estaba tal y como
Alicia deseaba.
El masaje deplectivo ya
había concluido satisfactoriamente, pero eso Allan no lo sabía. El brazo
mecánico del tocadiscos retrocedió automáticamente a su posición original y la
sala se quedó en completo silencio. Alicia lo quería así, porque en los
próximos minutos, lo que ella deseaba escuchar era la respiración de Allan, sus
gemidos o suspiros y, si se terciaba, como parecía que iba a suceder, el sonido
del sexo puro y duro.
Alicia puso más aceite de
nuevo en la pierna y continuó con su labor. Ya no tenía reparos en llegar más
lejos, y aunque aún no había acariciado directamente los testículos, sí los
rozaba con la parte superior de sus dedos en todas las pasadas. Una de las
veces, incluso subió la mano por encima de la ingle y acarició la parte lateral
del pubis de Allan, llegando hasta el mismísimo elástico del calzoncillo pero por
su zona interior.
Allan dio un pequeño
suspiro y Alicia lo interpretó como que el chico estaba a gusto, admitía lo que
le estaba haciendo y le daba licencia para continuar. Lo averiguaría
rápidamente.
Se embadurnó una mano con más aceite y, deteniendo el masaje momentáneamente, la posó sobre la mitad del muslo y comenzó a desplazarla muy despacio hacia arriba, pero mucho más despacio que todas las pasadas que había estado haciendo durante el masaje. Trataba de hacerle ver a Allan que eso ya no era masaje, sino algo puramente sexual. Continuó desplazando la mano hacia arriba usando muchos segundos y, cuando ya no le quedaba más muslo por recorrer, entró por la abertura del short y directamente agarró los dos testículos a la vez, presionándolos con delicadeza pero con cierta fuerza, y observó la reacción del chico. Ninguna reacción extraña. Podía continuar.
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